LA SALIDA AL CHANTILLY


El año era 1994; mi edad: 17; estado civil: todo me vale verga; metas a corto y mediano plazo: joder hasta que el cuerpo aguante.

Yo soy muchacha de pueblo, nací en Santiago de María, un pueblito ubicado en el departamento de Usulután; y como toda niña de pueblo, al terminar mi bachillerato me mudé a la capital para estudiar en la Universidad. Mis papás me amueblaron una casa que quedaba en la Colonia Escalón Norte, era preciosa, pintada de color crema, con una sala de ventanales enormes al fondo, instalados de pared a pared que dejaban ver el patio trasero, contaba también con tres habitaciones y área de servicio… No, mis papás no eran ricos, la casa era de una tía que nos la alquilaba barata a cambio de darle mantenimiento.

Durante las primeras semanas mis papás se quedaron conmigo para dejarme bien instalada con todo lo necesario para empezar mi vida de estudiante universitaria, recorrimos todos los alrededores a pie, para que yo pudiera familiarizarme con mi nuevo “hábitat”, fuimos a tiendas, centros comerciales, supermercados, ubicamos paradas de autobuses… En fin, yo solo quería que se fueran a la chingada y me dejaran sola para poder ir a joder con todos mis amigos del pueblo que ya vivían aquí (así es uno de mal agradecido cuando está cipote).

Cuando finalmente se fueron y me dejaron a mis anchas y en completa libertad, me encontré totalmente sola en aquella casa enorme. Cabe destacar que yo siempre he sido bien cagona para estar sola y le tengo un pánico patológico a la oscuridad, pero por fortuna, mi mejor amiga de toda la vida: Julie, no tenía lugar donde quedarse y la invité a vivir conmigo, éramos absolutamente felices, las perfectas compañeras, nos conocíamos desde siempre y finalmente estábamos las dos solas, y así empezamos una vida de fiestas y llegadas a las 4 de la mañana sin más responsabilidades que la de asistir a clases, con la ocasional visita de mi mamá los fines de semana.

Cierto fin de semana, Julie y yo habíamos planeado una salida con un amigo al Chantilly, un chupadero que para ese entonces estaba muy de moda; pero para nuestra mala suerte, mi mamá nos hizo una visita inesperada y nos vimos en el predicamento de pedir permiso para salir o cancelar la salida… ambas circunstancias eran obstáculos difíciles de flanquear. Verán, mi mamá era una señora muy encabronada, de risa fácil y compasión infinita, pero cuando de educar con rigor a sus hijas se trataba, no andaba con tanta mierda y a sus ojos, la Julie estaba a su cuidado y la considera otra de sus hijas, de modo que empezamos a rogar por permiso desde tempranas horas de la tarde, pues conociendo a mi madre, para eso de las siete de la noche ya le habríamos ganado la voluntad a fuerza de súplicas y promesas de regresar temprano en estado decoroso (o sea, que no íbamos a regresar a verga y con los calzones en la mano).

Como lo tenía calculado, a eso de las 7:30 mi mamy había concedido el permiso y nosotras empezamos a arreglarnos para salir. A las 9:00 el mentado amigo estaba tocando el timbre, bien catrín y perfumado para llevarnos camino a la diversión; mi mamá abrió la puerta y lo invitó a pasar, lo sentó en la sala y le dijo: “Vaya Aldito, niñas salen y niñas las quiero de vuelta, lo responsabilizo por cualquier cosa que les pase a estas muchachitas, usted es el mayor de edad, no me decepcione”. El amigo, que cada vez que veía a mi mamá se le iban todas las malas intenciones, a todo respondió que sí y diez minutos después dejamos de la casa bajo su cuidado con la sentencia de ser castrado si no nos regresaba en el mismo estado en el que habíamos salido.

Arribamos al mentado chupadero, estaba lleno (como de costumbre), a duras penas encontramos un lugar donde sentarnos, una vez ubicados pedimos nuestro primer balde de cervezas… sin boca, al destapar la primera “Pilsener”, no sé a quién de los tres se le ocurrió la brillante idea de hacer una competencia para determinar quién aguantaba tomar más, y comenzamos a beber como si nuestras vidas dependieran de ello. Una tras otra nos fuimos poniendo pitoretos. La Julie, tras la quinta cerveza, tiró la toalla (ella siempre ha sabido bien cuáles son sus límites), yo ya estaba medio bola, pero como soy abusiva, le hice huevos y seguí tomando, para cuando iba en la octava, ya me sentía bien peda, me paré pata ir al baño y boté dos embaces en el intento a lo que la Julie replicó entre carcajadas: “Ya no le den”; y el amigo como es todo un caballero y me conoce, se fue detrás de mí… se metió al baño de mujeres conmigo y me preguntó: “¿Tenés ganas de vomitar, verdad?, no había terminado de hablar, cuando yo ya estaba echando la vida en el lava manos, muy amablemente me detuvo el pelo para que no me lo fuera a sopiar todo y esperó a que terminara, acto seguido me ofreció un pañuelo para limpiarme y me dijo: “Vero, vamos a dar una vuelta para que se te baje, porque si llegás así tu mamá se va a enojar conmigo” -el  hombre temía por su vida, seamos honestos-.

Salimos del Chantilly a duras penas… casi arrastradas, a como pudimos llegamos al carro y subimos hasta el redondel Masferrer, nos estacionamos para dejar pasar un rato mientras se nos bajaba la gran talega que llevábamos, habrán pasado unos treinta minutos cuando recordé: “¡Por la gran puta, la cartera!”, en la atropellada salida, había dejado sobre la mesa del bar, mi cartera, con las llaves de la casa dentro, eso significaba que íbamos a tener que tocar la puerta para entrar y en consecuencia, mi mamá iba a darse cuenta de que en definitiva, habíamos regresado en estado deplorable… adiós futuros permisos y sobretodo, adiós a los huevos de mi amigo. Apresuradamente bajamos al chupadero y preguntamos por la cartera, que obviamente ya no estaba y nadie la había visto. Empezamos a pensar qué podíamos hacer, eran ya la una de la madrugada y nuestro toque de queda era a las doce, no había salida posible.

Nos dirigimos a la casa, nos estacionamos enfrente y empezamos a pensar qué hacer… Pensamos, pensamos y pensamos tanto que nos quedamos dormidos en el carro, lo siguiente que recuerdo son unos toquecitos repetitivos, entre dormida y despierta abrí los ojos y vi a mi mamá parada, en camisón tocando la ventana del carro… era ya de día, habíamos dormido toda la noche en la calle. Al ver la cara de mi mamá, todos nos pusimos pálidos… Mi madre, mujer de mucha mesura, nos hizo un gesto con el dedo índice, como diciendo: “vengan para adentro”… El amigo dejó que nos bajáramos y encendió el motor del carro, un gesto al que mi madre respondió con un: “¿Y usted para dónde cree que va?, entre que vamos a platicar”… el amigo es morenito, pero yo nunca lo había visto tan blanco, parecía albino. Entramos a la casa, no sentamos en el sofá de la sala y mi madre empieza: “Ajá, con que ustedes muchachitas, creen que son absolutas, que pueden ir y venir a la hora que les dé la gana, estas no son horas de que ninguna niña decente regrese a su casa; y usted Aldo, que hasta este día había sido merecedor de toda mi confianza, ha traicionado la moral de esta casa, agradezca que sus papás son amigos queridos de nosotros… bla, bla, bla”… No es falta de respeto, es que a esa hora yo ya había dejado mi cuerpo, no escuchaba nada, tenía un dolor de cabeza hijueputa y solo quería dormir. Lo siguiente que recuerdo es escuchar: “Suban las dos, se bañan, se cambian y bajan que en esta casa hay mucho que hacer”; la Julie y yo sin mediar palabra, cual zombies domesticados, obedientemente subimos las gradas, nos bañamos, nos cambiamos y resignadas, bajamos, éramos dos bolas mojadas. Para ese momento ya el amigo había salido de la casa, no sé en qué terminó el regaño, me preocupaba más el castigo que nos esperaba, y efectivamente, mi dulce madre estaba parada al pie de las gradas con un balde de agua enjabonada, papel periódico y las siguientes instrucciones: “Ahora, ustedes dos van a agarrar ese papel, lo van a mojar y van a limpiar una por una esas ventanas” (hablaba de los preciosos ventanales de los que les hablé al principio, esos que daban al patio y que medían seis metros de largo por tres de alto, gran valida de verga), la Julie y yo solo nos mirábamos con cara de pujo, mientras se nos iba la juventud limpiando aquellas putas ventanas enormes, de arriba abajo, para dejarlas impecables, que era la manera en la que a mi mamá le gustaban las cosas.

Para las doce del mediodía habíamos acabado de limpiar y mi mamy tenía ya listas sus maletas para regresarse al pueblo, de más está decir que una vez se hubo cerrado la puerta detrás de ella, la Julie y yo subimos arrastradas hasta mi cuarto, llegamos a la cama y caímos dormidas hasta el día siguiente.


Así eran las cosas en mis tiempos, uno se portaba bien y si no, valía verga a base de tortura psicológica. 

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