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Mostrando las entradas de julio, 2015

LA SALIDA AL CHANTILLY

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El año era 1994; mi edad: 17; estado civil: todo me vale verga; metas a corto y mediano plazo: joder hasta que el cuerpo aguante. Yo soy muchacha de pueblo, nací en Santiago de María, un pueblito ubicado en el departamento de Usulután; y como toda niña de pueblo, al terminar mi bachillerato me mudé a la capital para estudiar en la Universidad. Mis papás me amueblaron una casa que quedaba en la Colonia Escalón Norte, era preciosa, pintada de color crema, con una sala de ventanales enormes al fondo, instalados de pared a pared que dejaban ver el patio trasero, contaba también con tres habitaciones y área de servicio… No, mis papás no eran ricos, la casa era de una tía que nos la alquilaba barata a cambio de darle mantenimiento. Durante las primeras semanas mis papás se quedaron conmigo para dejarme bien instalada con todo lo necesario para empezar mi vida de estudiante universitaria, recorrimos todos los alrededores a pie, para que yo pudiera familiarizarme con mi nuevo “háb

Los mangos de Lolotique y de la vez que casi me cago en el bus.

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Desde que yo era muy peque, he tenido un gusto casi enfermizo por los mangos; digo enfermizo sin exagerar, porque no había nada en el mundo que yo deseara tanto, como ver llegar la temporada de mangos.  Esto sucedía en mi pueblo y en todo oriente, en el mes de abril. Cada año, al llegar la Semana Santa, mi papá y mi mamá nos llevaban a Chinameca a pasar las festividades con los abuelos, y yo jodía y jodía con que me llevaran donde mi abuelita Mercedes; no porque tuviera un lazo especial con mi abuela, sino porque en el patio de su casa había un enorme palo de mangos de oro, de esos que son rojos y cholotones, tan grandes como para dejar nockeado al comensal más panzón.  Yo recogía los que ya se habían caído del palo y estaban regados en el piso y así todos reventados y sin lavarlos me los iba comiendo, dejando un rastro de cáscaras detrás de mí. Nunca llegué a contar cuántos me comía por vez, pero calculo que entre unos siete o diez. Mi mamá siempre me sentenciaba: “Te va a do

A MÍ TAMBIÉN ME HAN DEJADO EN VISTO

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Verán, en mis tiempos no existían los smartphones, cuando te atraía alguien ibas y se lo decías o por lo menos intentabas llamar su atención de maneras “sutiles”… (La gente normal, yo no, yo al toro por los cuernos y a las cosas por su nombre), así pues, el “visto” de mi generación era que no te pelaran.  Siempre he sido de costumbres otrora masculinas, encontraba cierto gusto en la dinámica de la conquista, ir por aquel individuo que me gustaba, a riesgo de que no me prestara atención. Dicho sea de paso, soy de gustos exquisitos y estándares altos, razón por la cual hubo más de una ocasión en la que mis estrategias no rindieron los frutos esperados y me vi en la penosa situación de ser rechazada o peor aún: ignorada. Recuerdo particularmente una ocasión, pues me sentía realmente atraída a este espécimen, corrían los 90`s, la época del grunge, las franelas amarradas a la cintura, los jeans rotos, las melenas despeinadas y Kurt Cobain. En ese entonces era yo una flaquita ex

FEA

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A lo largo de mi vida me han insultado de muchas formas, me han dicho: pendeja, puta, mentirosa (me caga que me digan mentirosa), pasmada, dunda, etc, etc, etc. Pero nunca me he sentido tan ofendida como en una ocasión en la Universidad. Estaba yo en el anexo de la UCA, comprando pupusas y un café, después de esperar como 15 minutos a que saliera mi orden, la doña del chalet extendió la mano con un plato y dos pupusas, y yo las tomé, pero resulta que esas no eran mías, eran de otro tipo que había estado allí antes que yo. Indignado por mi atrevimiento, me miró con ojos de odio y me dijo: "FEA"... Uta!!! sentí que me habían echado una guacalada de agua helada en la cara; me dí la vuelta y le dije: "¿CÓMO DECÍS, HIJUELAGRANPUTA?", a lo que el tipo respondió nuevamente: "FEA", acto seguido me arrebató las pupusas, le dió dos pesos a la señora del anexo y se fue caminando. Yo, pasada de encabronada le grito: "SEMEJANTE CEROTE ABUSIVO, DAME MIS PUPUSA

EL TOUR DE LA RUTA 27

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Ahora me subí en una ruta 27, jamás en mi peregrina vida me había subido a una, no tenía idea por donde transitaba, pero dada la necesidad, me trepé jajaja.   El aludido transporte colectivo serpenteó por lugares inhóspitos y lóbregos, me volví presa del pánico cuando a pesar de las numerosas vueltas, no logré reconocer ningún lugar. Intenté poner 'careviva' porque los maleantes huelen el miedo, de modo que en cuanto se subió una viejecita me apresuré a ofrecerle asiento, puse mi mej or cara amigable mientras por dentro le pedía al niño de Atocha que apareciera en el horizonte un edificio familiar. Pasados unos veinte minutos (los más largos de toda mi existencia) vi el domo de catedral, nunca me alegré tanto de ser católica. El bus siguió su trayecto, en ese momento empecé a revisar mentalmente la nomenclatura del centro de la capital, cuando de repente apareció ante mi vista un rótulo que decía: "Fotos al minuto, las de tiempo a 2 dólares", entonces recordé la

PUTA

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¡Sos una puta!, le gritó desgarradoramente mi vecino a su novia una noche calurosa de verano en la que mi mamá y yo veíamos la televisión, sentadas en la sala de nuestra casa. ¿Qué pasará?, dijo mi mamá… ¿Por qué la Caro era una puta, según Roberto?, y ¿Por qué se lo gritaba a la cara en altas claras y pausadas voces frente a todo el vecindario a esas horas de la noche, cuando todos podían escucharlo?. La razón (según él, válida): Ella acababa de confesarle que le había sido infiel con un compañero de trabajo, para vengarse por la infidelidad que él había cometido en su perjuicio, meses atrás con una conocida. En esa etapa de mi vida, no cuestioné en voz alta mi repudio contra el insulto que el desdichado acababa de proferirle a la pobre Caro, tenía yo 19 años y no sabía mucho de la vida, sin embargo, recuerdo haber pensado: “¿Y si la Caro es una puta por montarle los cachos, qué es él, si también hizo lo mismo? Mmmmmm… estúpidos moralismos inútiles”.  ¿A quién le llamamos puta?