Los mangos de Lolotique y de la vez que casi me cago en el bus.


Desde que yo era muy peque, he tenido un gusto casi enfermizo por los mangos; digo enfermizo sin exagerar, porque no había nada en el mundo que yo deseara tanto, como ver llegar la temporada de mangos. 

Esto sucedía en mi pueblo y en todo oriente, en el mes de abril. Cada año, al llegar la Semana Santa, mi papá y mi mamá nos llevaban a Chinameca a pasar las festividades con los abuelos, y yo jodía y jodía con que me llevaran donde mi abuelita Mercedes; no porque tuviera un lazo especial con mi abuela, sino porque en el patio de su casa había un enorme palo de mangos de oro, de esos que son rojos y cholotones, tan grandes como para dejar nockeado al comensal más panzón. 

Yo recogía los que ya se habían caído del palo y estaban regados en el piso y así todos reventados y sin lavarlos me los iba comiendo, dejando un rastro de cáscaras detrás de mí. Nunca llegué a contar cuántos me comía por vez, pero calculo que entre unos siete o diez. Mi mamá siempre me sentenciaba: “Te va a doler el estómago, mona”, pero jamás pasó, así que en la familia siempre he sido "la come mangos".

Con el correr de los años, mi gusto por los mangos no cambió, pero en la casa de mi abuela cortaron el palo y me quedé triste sin mi mangueada anual, de modo que cuando mi primo Noelio me invitó a su natal Lolotique a degustar de la variedad de mangos que están allí tirados y colgados de los palos a la disposición de cualquiera, no dudé en aceptar.

Le pedí prestada a una amiga, una mochila “Alpina”, de esas que son para acampar; calculé que bien le cabían unos treinta mangos, y me fui felizmente para Lolotique. La familia me recibió con mucho entusiasmo, me ofrecieron un pescado asado a las brasas, arróz hecho en cacerola de barro, ensalada de pepino y tortillas recién palmiadas acompañadas de un terrón de queso con chile; disfruté de aquella comida con calor de hogar, pero en mi mente yo sólo pensaba: “Puta, a qué horas vamos a ir a bajar mangos...”.

Después de la comida, finalmente mi primo me dijo: “Vamos pues, Vero, de aquí para arriba en todas las casas hay palos de mango, te vas a dar gusto”. Agarramos un gran huacal que estaba ya listo para ese propósito y nos fuimos al primer solar… Já! y yo ni lenta ni perezosa empiezo a recoger y mango que iba recogiendo, le sacudía a la tierra y me lo hartaba así con todo y cáscara pa no perder la costumbre. Habían mangos manzanos, indios, de alcanfor, de oro, ciruela, etc., pero en materia de mangos yo no discrimino. Mi primo me decía: “Vero, te va a dar curso, no te los hartés así sin lavarlos”, pero yo que soy abusiva y recia, le respondía: “A mí no me dan curso los mangos”.

Topamos de mangos la mochila, al final pudimos meter 52 de todas las variedades, pero calculé que no me la iba a poder yo solita en el lomo hasta la parada, que bien eran unas diez cuadras, así que mi primo me acompañó a esperar el bus de regreso a mi pueblo. Subimos las mochila en la parte de adelante del bus porque iba bien topado de gente, eran ya pasadas las 5 y a esa hora va uno casi colgado de la puerta; le pedí al motorista que me cuidara la carga porque llevaba mangos y no quería que me los destriparan, el hombre bien sonriente me dijo que sí, pero que le regalara unos… No me gustó mucho la idea, pero acepté con tal de que no me los fueran a atortar. 

Me acomodé como pude entre la multitud que ya iba apretujada de pie y me resigné al trayecto de 45 minutos parada, que me iba a tomar llegar a mi destino. El bus emprendió la marcha, habrán pasado un máximo de dos minutos de trayecto, cuando de repente sentí un dolorcito a la altura del ombligo… -uno conoce su cuerpo y yo sabía que aquello no eran buenas noticias-, lo primero que hice fue pensar: ¡Santo Cristo, que no sea curso, Señor no me falles ahora!... de repente, otro más fuerte; y empieza aquella lucha interna: ¡Mierda, me voy a tener que bajar en San Buena y allí no hay ni matorrales y ni papel ando, y la mochila puta que pesa un vergo, no me la voy a poder... tal vez se me quita! (el autoengaño siempre es un buen recurso en momentos desesperados). 

El cuerpo me dio descanso como unos cinco minutos, y de repente, la gran tronazón de tripas: ¡Padre Celestial, ampárame señor, apiádate de ésta alma impía… mangos culeros, no me vuelvo a hartar un mango en mi puta vida, lo juro!. Yo veía aquel camino y contaba todos los parajes, las entradas a los cantones, la granja de pollos llegando al Triunfo, y faltaba un chingo porque en el desvío el bus hace una parada de cinco minutos para bajar y subir pasajeros… y eso si el motorista o el cobrador no se andaban cagando también, entonces iban a ser no menos de quince minutos y yo calculaba que no me iba a aguantar, porque a esas alturas, cada minuto contaba. 

Por suerte, la parada no fue tan prolongada y nuevamente emprendimos la marcha, yo agradecía a Dios por su infinita misericordia y esperaba que mi conocimiento pleno de la carretera hiciera parecer aquel tramo más corto… pero no, al llegar al primer cantón me empecé a poner eriza… -Todo aquel que haya padecido de estos males sabe que eso sólo es la anticipación de que algo tiene que salir-. Entre súplicas, rezos y maldiciones, me aterraba la idea de cagarme en medio de toda esa gente, porque eran todos de mi pueblo y esa iba a ser buya y a esos cabrones nada se les olvida, iba a quedar marcada de por vida, mi prestigio estaba arruinado y todo por los putos mangos. 

Llegando al cantón La Peña, mis esperanzas se avivaron, ya faltaba poco… cuando de repente empiezo a ponerme helada… solo pensé: “Hoy sí ya me cagué, valiste verga Vero, vas a ser recordada como la bicha que se cagó en el bus”. Nunca he apretado el esfínter con tanta devoción como ese día, si socaba un poquito más me iba a volver una con el universo, y todavía faltaba la prueba más grande: La gran cuesta hijeputa para llegar a mi casa, como dos cuadras de bajada y una de subida y las gradas del pasaje y esperar a que me abrieran la puerta… calculé que en todo eso me había zurrado hasta los calcetines, así que el plan era correr como si no hubiera un mañana y esperar que la mochila no me hiciera contrapeso y me ganara la urgencia… y así lo hice, al solo parar el bus la aventé cinco mangos al motorista y ni las gracias le dí, me “alcé” la mochila al lomo y salí escupida para abajo hecha una mierda (casi literalmente)… Dios es grande, la puerta de la casa estaba abierta y yo entré en estampida, aventé la mochila en la sala y me metí al baño… Esa pequeña parte de mi vida, se llama felicidad. 

Desde ese día, no me he vuelto a hartar un mango chuco, siempre los lavo y ya no me como la cáscara, pero aún más importante: Siempre que me voy a dar una mangueada, me aseguro de estar en la santidad de mi hogar para que no me vuelva a pasar. 

Mi recomendación final, es que si les gustan los mangos tanto como a mí, no se aloquen, miren que a uno con los años ya no le obedece mucho el cuerpo.

Comentarios

  1. bero me parece buen comentario pero no fuistes cinsera te paso lo mismo que ami no jodas yo me cague y no me da pena desirlo porque son perros esos rretorcijones no jodas no ay nadie que se aguante pero son buenos los magos que no diera por volver a esos tienpos aunque me siguiera cagando jajaja

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  2. Me muero de la risa, sos grandiosa Vero.

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