LA SALIDA AL CHANTILLY


El año era 1994; mi edad: 17; estado civil: todo me vale verga; metas a corto y mediano plazo: joder hasta que el cuerpo aguante.

Yo soy muchacha de pueblo, nací en Santiago de María, un pueblito ubicado en el departamento de Usulután; y como toda niña de pueblo, al terminar mi bachillerato me mudé a la capital para estudiar en la Universidad. Mis papás me amueblaron una casa que quedaba en la Colonia Escalón Norte, era preciosa, pintada de color crema, con una sala de ventanales enormes al fondo, instalados de pared a pared que dejaban ver el patio trasero, contaba también con tres habitaciones y área de servicio… No, mis papás no eran ricos, la casa era de una tía que nos la alquilaba barata a cambio de darle mantenimiento.

Durante las primeras semanas mis papás se quedaron conmigo para dejarme bien instalada con todo lo necesario para empezar mi vida de estudiante universitaria, recorrimos todos los alrededores a pie, para que yo pudiera familiarizarme con mi nuevo “hábitat”, fuimos a tiendas, centros comerciales, supermercados, ubicamos paradas de autobuses… En fin, yo solo quería que se fueran a la chingada y me dejaran sola para poder ir a joder con todos mis amigos del pueblo que ya vivían aquí (así es uno de mal agradecido cuando está cipote).

Cuando finalmente se fueron y me dejaron a mis anchas y en completa libertad, me encontré totalmente sola en aquella casa enorme. Cabe destacar que yo siempre he sido bien cagona para estar sola y le tengo un pánico patológico a la oscuridad, pero por fortuna, mi mejor amiga de toda la vida: Julie, no tenía lugar donde quedarse y la invité a vivir conmigo, éramos absolutamente felices, las perfectas compañeras, nos conocíamos desde siempre y finalmente estábamos las dos solas, y así empezamos una vida de fiestas y llegadas a las 4 de la mañana sin más responsabilidades que la de asistir a clases, con la ocasional visita de mi mamá los fines de semana.

Cierto fin de semana, Julie y yo habíamos planeado una salida con un amigo al Chantilly, un chupadero que para ese entonces estaba muy de moda; pero para nuestra mala suerte, mi mamá nos hizo una visita inesperada y nos vimos en el predicamento de pedir permiso para salir o cancelar la salida… ambas circunstancias eran obstáculos difíciles de flanquear. Verán, mi mamá era una señora muy encabronada, de risa fácil y compasión infinita, pero cuando de educar con rigor a sus hijas se trataba, no andaba con tanta mierda y a sus ojos, la Julie estaba a su cuidado y la considera otra de sus hijas, de modo que empezamos a rogar por permiso desde tempranas horas de la tarde, pues conociendo a mi madre, para eso de las siete de la noche ya le habríamos ganado la voluntad a fuerza de súplicas y promesas de regresar temprano en estado decoroso (o sea, que no íbamos a regresar a verga y con los calzones en la mano).

Como lo tenía calculado, a eso de las 7:30 mi mamy había concedido el permiso y nosotras empezamos a arreglarnos para salir. A las 9:00 el mentado amigo estaba tocando el timbre, bien catrín y perfumado para llevarnos camino a la diversión; mi mamá abrió la puerta y lo invitó a pasar, lo sentó en la sala y le dijo: “Vaya Aldito, niñas salen y niñas las quiero de vuelta, lo responsabilizo por cualquier cosa que les pase a estas muchachitas, usted es el mayor de edad, no me decepcione”. El amigo, que cada vez que veía a mi mamá se le iban todas las malas intenciones, a todo respondió que sí y diez minutos después dejamos de la casa bajo su cuidado con la sentencia de ser castrado si no nos regresaba en el mismo estado en el que habíamos salido.

Arribamos al mentado chupadero, estaba lleno (como de costumbre), a duras penas encontramos un lugar donde sentarnos, una vez ubicados pedimos nuestro primer balde de cervezas… sin boca, al destapar la primera “Pilsener”, no sé a quién de los tres se le ocurrió la brillante idea de hacer una competencia para determinar quién aguantaba tomar más, y comenzamos a beber como si nuestras vidas dependieran de ello. Una tras otra nos fuimos poniendo pitoretos. La Julie, tras la quinta cerveza, tiró la toalla (ella siempre ha sabido bien cuáles son sus límites), yo ya estaba medio bola, pero como soy abusiva, le hice huevos y seguí tomando, para cuando iba en la octava, ya me sentía bien peda, me paré pata ir al baño y boté dos embaces en el intento a lo que la Julie replicó entre carcajadas: “Ya no le den”; y el amigo como es todo un caballero y me conoce, se fue detrás de mí… se metió al baño de mujeres conmigo y me preguntó: “¿Tenés ganas de vomitar, verdad?, no había terminado de hablar, cuando yo ya estaba echando la vida en el lava manos, muy amablemente me detuvo el pelo para que no me lo fuera a sopiar todo y esperó a que terminara, acto seguido me ofreció un pañuelo para limpiarme y me dijo: “Vero, vamos a dar una vuelta para que se te baje, porque si llegás así tu mamá se va a enojar conmigo” -el  hombre temía por su vida, seamos honestos-.

Salimos del Chantilly a duras penas… casi arrastradas, a como pudimos llegamos al carro y subimos hasta el redondel Masferrer, nos estacionamos para dejar pasar un rato mientras se nos bajaba la gran talega que llevábamos, habrán pasado unos treinta minutos cuando recordé: “¡Por la gran puta, la cartera!”, en la atropellada salida, había dejado sobre la mesa del bar, mi cartera, con las llaves de la casa dentro, eso significaba que íbamos a tener que tocar la puerta para entrar y en consecuencia, mi mamá iba a darse cuenta de que en definitiva, habíamos regresado en estado deplorable… adiós futuros permisos y sobretodo, adiós a los huevos de mi amigo. Apresuradamente bajamos al chupadero y preguntamos por la cartera, que obviamente ya no estaba y nadie la había visto. Empezamos a pensar qué podíamos hacer, eran ya la una de la madrugada y nuestro toque de queda era a las doce, no había salida posible.

Nos dirigimos a la casa, nos estacionamos enfrente y empezamos a pensar qué hacer… Pensamos, pensamos y pensamos tanto que nos quedamos dormidos en el carro, lo siguiente que recuerdo son unos toquecitos repetitivos, entre dormida y despierta abrí los ojos y vi a mi mamá parada, en camisón tocando la ventana del carro… era ya de día, habíamos dormido toda la noche en la calle. Al ver la cara de mi mamá, todos nos pusimos pálidos… Mi madre, mujer de mucha mesura, nos hizo un gesto con el dedo índice, como diciendo: “vengan para adentro”… El amigo dejó que nos bajáramos y encendió el motor del carro, un gesto al que mi madre respondió con un: “¿Y usted para dónde cree que va?, entre que vamos a platicar”… el amigo es morenito, pero yo nunca lo había visto tan blanco, parecía albino. Entramos a la casa, no sentamos en el sofá de la sala y mi madre empieza: “Ajá, con que ustedes muchachitas, creen que son absolutas, que pueden ir y venir a la hora que les dé la gana, estas no son horas de que ninguna niña decente regrese a su casa; y usted Aldo, que hasta este día había sido merecedor de toda mi confianza, ha traicionado la moral de esta casa, agradezca que sus papás son amigos queridos de nosotros… bla, bla, bla”… No es falta de respeto, es que a esa hora yo ya había dejado mi cuerpo, no escuchaba nada, tenía un dolor de cabeza hijueputa y solo quería dormir. Lo siguiente que recuerdo es escuchar: “Suban las dos, se bañan, se cambian y bajan que en esta casa hay mucho que hacer”; la Julie y yo sin mediar palabra, cual zombies domesticados, obedientemente subimos las gradas, nos bañamos, nos cambiamos y resignadas, bajamos, éramos dos bolas mojadas. Para ese momento ya el amigo había salido de la casa, no sé en qué terminó el regaño, me preocupaba más el castigo que nos esperaba, y efectivamente, mi dulce madre estaba parada al pie de las gradas con un balde de agua enjabonada, papel periódico y las siguientes instrucciones: “Ahora, ustedes dos van a agarrar ese papel, lo van a mojar y van a limpiar una por una esas ventanas” (hablaba de los preciosos ventanales de los que les hablé al principio, esos que daban al patio y que medían seis metros de largo por tres de alto, gran valida de verga), la Julie y yo solo nos mirábamos con cara de pujo, mientras se nos iba la juventud limpiando aquellas putas ventanas enormes, de arriba abajo, para dejarlas impecables, que era la manera en la que a mi mamá le gustaban las cosas.

Para las doce del mediodía habíamos acabado de limpiar y mi mamy tenía ya listas sus maletas para regresarse al pueblo, de más está decir que una vez se hubo cerrado la puerta detrás de ella, la Julie y yo subimos arrastradas hasta mi cuarto, llegamos a la cama y caímos dormidas hasta el día siguiente.


Así eran las cosas en mis tiempos, uno se portaba bien y si no, valía verga a base de tortura psicológica. 

Los mangos de Lolotique y de la vez que casi me cago en el bus.


Desde que yo era muy peque, he tenido un gusto casi enfermizo por los mangos; digo enfermizo sin exagerar, porque no había nada en el mundo que yo deseara tanto, como ver llegar la temporada de mangos. 

Esto sucedía en mi pueblo y en todo oriente, en el mes de abril. Cada año, al llegar la Semana Santa, mi papá y mi mamá nos llevaban a Chinameca a pasar las festividades con los abuelos, y yo jodía y jodía con que me llevaran donde mi abuelita Mercedes; no porque tuviera un lazo especial con mi abuela, sino porque en el patio de su casa había un enorme palo de mangos de oro, de esos que son rojos y cholotones, tan grandes como para dejar nockeado al comensal más panzón. 

Yo recogía los que ya se habían caído del palo y estaban regados en el piso y así todos reventados y sin lavarlos me los iba comiendo, dejando un rastro de cáscaras detrás de mí. Nunca llegué a contar cuántos me comía por vez, pero calculo que entre unos siete o diez. Mi mamá siempre me sentenciaba: “Te va a doler el estómago, mona”, pero jamás pasó, así que en la familia siempre he sido "la come mangos".

Con el correr de los años, mi gusto por los mangos no cambió, pero en la casa de mi abuela cortaron el palo y me quedé triste sin mi mangueada anual, de modo que cuando mi primo Noelio me invitó a su natal Lolotique a degustar de la variedad de mangos que están allí tirados y colgados de los palos a la disposición de cualquiera, no dudé en aceptar.

Le pedí prestada a una amiga, una mochila “Alpina”, de esas que son para acampar; calculé que bien le cabían unos treinta mangos, y me fui felizmente para Lolotique. La familia me recibió con mucho entusiasmo, me ofrecieron un pescado asado a las brasas, arróz hecho en cacerola de barro, ensalada de pepino y tortillas recién palmiadas acompañadas de un terrón de queso con chile; disfruté de aquella comida con calor de hogar, pero en mi mente yo sólo pensaba: “Puta, a qué horas vamos a ir a bajar mangos...”.

Después de la comida, finalmente mi primo me dijo: “Vamos pues, Vero, de aquí para arriba en todas las casas hay palos de mango, te vas a dar gusto”. Agarramos un gran huacal que estaba ya listo para ese propósito y nos fuimos al primer solar… Já! y yo ni lenta ni perezosa empiezo a recoger y mango que iba recogiendo, le sacudía a la tierra y me lo hartaba así con todo y cáscara pa no perder la costumbre. Habían mangos manzanos, indios, de alcanfor, de oro, ciruela, etc., pero en materia de mangos yo no discrimino. Mi primo me decía: “Vero, te va a dar curso, no te los hartés así sin lavarlos”, pero yo que soy abusiva y recia, le respondía: “A mí no me dan curso los mangos”.

Topamos de mangos la mochila, al final pudimos meter 52 de todas las variedades, pero calculé que no me la iba a poder yo solita en el lomo hasta la parada, que bien eran unas diez cuadras, así que mi primo me acompañó a esperar el bus de regreso a mi pueblo. Subimos las mochila en la parte de adelante del bus porque iba bien topado de gente, eran ya pasadas las 5 y a esa hora va uno casi colgado de la puerta; le pedí al motorista que me cuidara la carga porque llevaba mangos y no quería que me los destriparan, el hombre bien sonriente me dijo que sí, pero que le regalara unos… No me gustó mucho la idea, pero acepté con tal de que no me los fueran a atortar. 

Me acomodé como pude entre la multitud que ya iba apretujada de pie y me resigné al trayecto de 45 minutos parada, que me iba a tomar llegar a mi destino. El bus emprendió la marcha, habrán pasado un máximo de dos minutos de trayecto, cuando de repente sentí un dolorcito a la altura del ombligo… -uno conoce su cuerpo y yo sabía que aquello no eran buenas noticias-, lo primero que hice fue pensar: ¡Santo Cristo, que no sea curso, Señor no me falles ahora!... de repente, otro más fuerte; y empieza aquella lucha interna: ¡Mierda, me voy a tener que bajar en San Buena y allí no hay ni matorrales y ni papel ando, y la mochila puta que pesa un vergo, no me la voy a poder... tal vez se me quita! (el autoengaño siempre es un buen recurso en momentos desesperados). 

El cuerpo me dio descanso como unos cinco minutos, y de repente, la gran tronazón de tripas: ¡Padre Celestial, ampárame señor, apiádate de ésta alma impía… mangos culeros, no me vuelvo a hartar un mango en mi puta vida, lo juro!. Yo veía aquel camino y contaba todos los parajes, las entradas a los cantones, la granja de pollos llegando al Triunfo, y faltaba un chingo porque en el desvío el bus hace una parada de cinco minutos para bajar y subir pasajeros… y eso si el motorista o el cobrador no se andaban cagando también, entonces iban a ser no menos de quince minutos y yo calculaba que no me iba a aguantar, porque a esas alturas, cada minuto contaba. 

Por suerte, la parada no fue tan prolongada y nuevamente emprendimos la marcha, yo agradecía a Dios por su infinita misericordia y esperaba que mi conocimiento pleno de la carretera hiciera parecer aquel tramo más corto… pero no, al llegar al primer cantón me empecé a poner eriza… -Todo aquel que haya padecido de estos males sabe que eso sólo es la anticipación de que algo tiene que salir-. Entre súplicas, rezos y maldiciones, me aterraba la idea de cagarme en medio de toda esa gente, porque eran todos de mi pueblo y esa iba a ser buya y a esos cabrones nada se les olvida, iba a quedar marcada de por vida, mi prestigio estaba arruinado y todo por los putos mangos. 

Llegando al cantón La Peña, mis esperanzas se avivaron, ya faltaba poco… cuando de repente empiezo a ponerme helada… solo pensé: “Hoy sí ya me cagué, valiste verga Vero, vas a ser recordada como la bicha que se cagó en el bus”. Nunca he apretado el esfínter con tanta devoción como ese día, si socaba un poquito más me iba a volver una con el universo, y todavía faltaba la prueba más grande: La gran cuesta hijeputa para llegar a mi casa, como dos cuadras de bajada y una de subida y las gradas del pasaje y esperar a que me abrieran la puerta… calculé que en todo eso me había zurrado hasta los calcetines, así que el plan era correr como si no hubiera un mañana y esperar que la mochila no me hiciera contrapeso y me ganara la urgencia… y así lo hice, al solo parar el bus la aventé cinco mangos al motorista y ni las gracias le dí, me “alcé” la mochila al lomo y salí escupida para abajo hecha una mierda (casi literalmente)… Dios es grande, la puerta de la casa estaba abierta y yo entré en estampida, aventé la mochila en la sala y me metí al baño… Esa pequeña parte de mi vida, se llama felicidad. 

Desde ese día, no me he vuelto a hartar un mango chuco, siempre los lavo y ya no me como la cáscara, pero aún más importante: Siempre que me voy a dar una mangueada, me aseguro de estar en la santidad de mi hogar para que no me vuelva a pasar. 

Mi recomendación final, es que si les gustan los mangos tanto como a mí, no se aloquen, miren que a uno con los años ya no le obedece mucho el cuerpo.

A MÍ TAMBIÉN ME HAN DEJADO EN VISTO


Verán, en mis tiempos no existían los smartphones, cuando te atraía alguien ibas y se lo decías o por lo menos intentabas llamar su atención de maneras “sutiles”… (La gente normal, yo no, yo al toro por los cuernos y a las cosas por su nombre), así pues, el “visto” de mi generación era que no te pelaran. 

Siempre he sido de costumbres otrora masculinas, encontraba cierto gusto en la dinámica de la conquista, ir por aquel individuo que me gustaba, a riesgo de que no me prestara atención. Dicho sea de paso, soy de gustos exquisitos y estándares altos, razón por la cual hubo más de una ocasión en la que mis estrategias no rindieron los frutos esperados y me vi en la penosa situación de ser rechazada o peor aún: ignorada.

Recuerdo particularmente una ocasión, pues me sentía realmente atraída a este espécimen, corrían los 90`s, la época del grunge, las franelas amarradas a la cintura, los jeans rotos, las melenas despeinadas y Kurt Cobain. En ese entonces era yo una flaquita extrovertida estudiante de periodismo en la UCA; en el ciclo I de mi primer año como universitaria, inscribí la cátedra de Filosofía General, estaba entusiasmada más que por ser universitaria, porque finalmente me encontraba lejos del yugo paterno y vivía sola en mi propio apartamento cortesía de mi pobres e ingenuos padres que esperaban sensatez y recato de mi parte, como quien espera que el olmo de peras. El primer día de clases llegué tarde (como de costumbre), entré como tempestad en un mar de calma a la Magna V, y me senté lo más cerca de la ventana para poder fumar durante la clase (en esa época en la UCA se permitía fumar a los estudiantes y docentes en las aulas, siempre que te sentaras del lado de las ventanas); cuando finalmente me acomodé en el pupitre, sentí un toque en mi hombro, volví la mirada y era “él”, extendiéndome un hoja de papel bond tamaño carta para que tomara una evaluación de exploración de conocimientos previos a la cátedra… lo vi y quedé anonadada, estupefacta y casi catatónica… Pensé para mis adentros: PAPACITO… ¡Mierda, por qué putas me vine en guaraches y con este centro que tiene tres puestas!, acto seguido tomé la página y la coloqué encima del pupitre, me quité la franela a cuadros que llevaba de sobretodo para cubrirme del frío de la mañana y me solté el pelo que llevaba sujeto con una cola de chibolones… ¡Uta, parezco piruja, pensé…! Ya era tarde, el hermoso instructor de la cátedra de Filosofía General estaba ya repartiendo las últimas papeletas a los alumnos que se sentaban en las filas de adelante.

Marcel se llamaba… era un moreno corpulento de estatura media, con un rostro precioso y cabello largo atado con una coleta. Al terminar la clase me dispuse a hacer las averiguaciones pertinentes con otras compañeras de años más adelantados, pude indagar que era estudiante de segundo año, muy inteligente y escribía poesía con el seudónimo de “Caín”, esa información sólo aumentó mi interés, no sólo era hermoso, también era un intelectual (nunca me han gustado los pendejos). Durante las siguientes semanas, procuré aproximarme con cualquier pretexto, iba a su cubículo a llevar la tarea que entregaba siempre tarde a propósito, sólo por el placer de quedarme sola un rato con él… pero fue imposible, antes de que yo llegara ya habían tres o cuatro compañeras utilizando la misma estrategia, así pasó todo el ciclo y el hombre ni siquiera me miraba; recuerdo una última ocasión en la que finalmente pude quedarme a solas con él para la revisión de mi último trabajo de curso, su indiferencia fue tal que decidí dejar de albergar esperanzas de que un día se fijara en mí y me conformé con contemplarlo de lejos.

Dos años más tarde cuando ya había superado mi etapa grunge y estaba en mi fase Hippie, lo vi en un bar que frecuentábamos con mis amigos,  estaba sentado en una mesa departiendo con unos amigos que esa noche tenían un recital de poesía en ese lugar… Seguía siendo hermoso como yo lo recordaba, sin embargo no creí que fuera prudente pasar a saludarlo, pensé que seguramente no me iba a recordar… Y efectivamente, no me recordaba, como pude comprobar una hora más tarde cuando pasé por su mesa de camino al baño, -debo aclarar que ese día llevaba yo puesta una falda gitana larga hasta los tobillos con corte tronconero que dejaba ver mi cintura y el arito en forma de iguana que colgaba de mi ombligo recientemente perforado-, al regresar del baño me cortó el paso, se paró frente a mí y me dijo con voz muy grave y segura: “Me dejás tocar tu arito, tenés una cintura preciosa”… Seamos honestos, le importaba una mierda mi arito, lo que él quería era “cueviarme”, pero yo también quería que me “cueviara” y claaaaaro que lo dejé tocarme el arito y la cintura y el ombligo y todo lo que le dio la gana, jajajaja faltaba más, sobraba menos. Luego de “trastearme” todo lo que el pudor de estar en público le permitió, me dio las gracias y se disculpó por el atrevimiento y me preguntó que para qué bar iría después de allí, le dije que no lo sabía, pero que si me iba antes que él, a la salida le avisaba. Esa fue la última vez que vi a Marcel, el único hombre que vale la pena menciona que me dejó en “visto” y que años más tarde me recompensara con el buen sabor de boca de la reivindicación, aún lo recuerdo, no sé qué fue de él, pero le dedico este post. 

FEA


A lo largo de mi vida me han insultado de muchas formas, me han dicho: pendeja, puta, mentirosa (me caga que me digan mentirosa), pasmada, dunda, etc, etc, etc. Pero nunca me he sentido tan ofendida como en una ocasión en la Universidad. Estaba yo en el anexo de la UCA, comprando pupusas y un café, después de esperar como 15 minutos a que saliera mi orden, la doña del chalet extendió la mano con un plato y dos pupusas, y yo las tomé, pero resulta que esas no eran mías, eran de otro tipo que había estado allí antes que yo. Indignado por mi atrevimiento, me miró con ojos de odio y me dijo: "FEA"... Uta!!! sentí que me habían echado una guacalada de agua helada en la cara; me dí la vuelta y le dije: "¿CÓMO DECÍS, HIJUELAGRANPUTA?", a lo que el tipo respondió nuevamente: "FEA", acto seguido me arrebató las pupusas, le dió dos pesos a la señora del anexo y se fue caminando. Yo, pasada de encabronada le grito: "SEMEJANTE CEROTE ABUSIVO, DAME MIS PUPUSAS CABRÓN"... y que me vuelve a gritar, sin darse la vuelta: "FEA"... Yo me quedé indignada, estaba que me llevaba putas, pero solo alcancé a gritarle: !!!FEO VOS CEROTE MAL PARIDO, ABUSIVO DE MIERDA, CABRÓN!!! y el hijueputa sólo se cagó de la risa y siguió caminando... con mis pupusas. En mi exabrupto, no me percaté que los que estaban sentados comiendo, me miraban con cara de: "bicha loca", pero como yo tenía 19 años para ese entonces, me valió verga, sólo me volví hacia la señora del chalet que ya tenía mi plato de pupusas en la mano y esperando un poco de compasión, le digo: "Va creer este pendejo, fea me dijo el cerote", la señora, muy propia, me miró y se rió y me dijo: Son $2.50 señorita.
Así que ya saben, si no quieren que los mande a comer mierda, no me digan fea porque me ensatano jejeje. Es que yo soy bien sensible.

EL TOUR DE LA RUTA 27


Ahora me subí en una ruta 27, jamás en mi peregrina vida me había subido a una, no tenía idea por donde transitaba, pero dada la necesidad, me trepé jajaja. El aludido transporte colectivo serpenteó por lugares inhóspitos y lóbregos, me volví presa del pánico cuando a pesar de las numerosas vueltas, no logré reconocer ningún lugar. Intenté poner 'careviva' porque los maleantes huelen el miedo, de modo que en cuanto se subió una viejecita me apresuré a ofrecerle asiento, puse mi mejor cara amigable mientras por dentro le pedía al niño de Atocha que apareciera en el horizonte un edificio familiar. Pasados unos veinte minutos (los más largos de toda mi existencia) vi el domo de catedral, nunca me alegré tanto de ser católica. El bus siguió su trayecto, en ese momento empecé a revisar mentalmente la nomenclatura del centro de la capital, cuando de repente apareció ante mi vista un rótulo que decía: "Fotos al minuto, las de tiempo a 2 dólares", entonces recordé la Foto Flores, aquel estudio fotográfico donde lo sacan zarco a uno, y me dije: Aquí me apeyo; era el Parque Zurita y juro por Dios que nunca había estado tan alegre de ver una puta jajajaja. Así que ya saben, si toman la 27 algún día, no entren en pánico, eventualmente llegarán al centro. 

PUTA


¡Sos una puta!, le gritó desgarradoramente mi vecino a su novia una noche calurosa de verano en la que mi mamá y yo veíamos la televisión, sentadas en la sala de nuestra casa. ¿Qué pasará?, dijo mi mamá… ¿Por qué la Caro era una puta, según Roberto?, y ¿Por qué se lo gritaba a la cara en altas claras y pausadas voces frente a todo el vecindario a esas horas de la noche, cuando todos podían escucharlo?. La razón (según él, válida): Ella acababa de confesarle que le había sido infiel con un compañero de trabajo, para vengarse por la infidelidad que él había cometido en su perjuicio, meses atrás con una conocida. En esa etapa de mi vida, no cuestioné en voz alta mi repudio contra el insulto que el desdichado acababa de proferirle a la pobre Caro, tenía yo 19 años y no sabía mucho de la vida, sin embargo, recuerdo haber pensado: “¿Y si la Caro es una puta por montarle los cachos, qué es él, si también hizo lo mismo? Mmmmmm… estúpidos moralismos inútiles”. 

¿A quién le llamamos puta?, ¿Cuáles son los parámetros para definir cuando una mujer es una puta?, ¿Es el intercambio de dinero por favores sexuales un requisito único para ser considerada una puta?. Recuerdo una vez haber escuchado decir a una señora: “Yo no soy puta, porque nunca he cobrado por sexo”; esa línea se volvió mi mantra por mucho tiempo, fue como mi argumento de defensa frente a la acusación impía de ser una puta; la palabra me parecía tan ofensiva en ese tiempo, era una acusación, un insulto, una afrenta contra la dignidad de cualquier fémina. 

Ahora con 39 años pienso que putas somos todas –imagino los seños fruncidos de mis amigas mientras leen estas líneas-, pero deténganse un momento a meditarlo: Si tenés un comportamiento sexual que emula al de un hombre, sos puta; si tomás la iniciativa antes que él, sos puta; si hacés el amor cuando te place y los disfrutás y no te da pena decirlo, sos puta; si has tenido más de un compañero sexual a lo largo de tu vida, sos puta; si no llegaste virgen al matrimonio, sos puta; si tuviste o tenés sexo con tus novios, sos puta; si sos una mujer que dice lo que piensa con toda libertad y sin miedo a ser juzgada por expresar tus opiniones, sos puta; si sos madre soltera, estás separada o divorciada, sos puta; si sos una mujer independiente y no te has casado porque no querés hacerlo; debes ser puta… y así.  Entonces, concluyo que yo soy una puta, las mujeres cuyos comportamientos no encajan en el “orden social” preestablecido, que nos “salimos del huacal”, siempre vamos a ser tildadas de “putas”. 

El término puta es una construcción social inventada por los hombres y acuñada por nosotras las mujeres –desafortunadamente-, como un mecanismo de control sobre la vida sexual y el ejercicio de las libertades individuales de las mujeres; una estrategia que le permite a los hombres y a la sociedad en general, decirnos el cómo, cuándo, dónde y con quién debemos relacionarnos. 

Entonces, si no te gusta que te controlen y no encajas en esos “estándares”; que no te de miedo ser una puta y sentite orgullosa de serlo, no le temás a la palabra, desestigmatizala, dejá de percibirla como un insulto y, aún más importante: No la utilices como un insulto para señalar a otra mujer, no perpetúes el círculo de la ignorancia. De manera que, si sos como yo, una mujer libre y sin miedo, la próxima vez que alguien quiera ofenderte diciéndote: PUTA, podés decirle sin temor ni reparo: Sí, soy puta ¿y qué?, vas a ver cómo les callas la boca. 

¿CUÁNDO FUE LA PRIMERA VEZ QUE TE ACOSARON?

La primera vez que me acosaron tenía yo 4 años, recuerdo que tenía esa edad porque mi hermana no había nacido aún, pero yo ya sabía and...