PORNOGRAFÍA VENGATIVA, EL ÚLTIMO RECURSO DE LOS COBARDES


"Todo cuanto sobre las mujeres han escrito los hombres,
debe tenerse por sospechoso, puesto que son juez y parte a la vez".
POULAN DE LA BARRE.

Un año exacto ha pasado desde que fue noticia de titulares, la humillación pública de una mujer víctima de la pornografía vengativa. Ahora, de nueva cuenta, los medios de comunicación virtual encienden la hoguera como en los tiempos de la Santa Inquisición, con el agravante que esta vez se trata de mujer vinculada a la política nacional. Hordas de cibernautas hambrientos, se aglomeran pidiendo a golpe de teclado “un link” que les permita tomar parte del acontecimiento: Un seno expuesto, una cadera, una insinuación de vulva, lo que sea para saciar el morbo. La polémica está servida y tiene muchos comensales.

La pornografía vengativa es la difusión de un contenido de naturaleza sexual que ha sido divulgado sin el consentimiento de quien aparece en él. Es la forma perfecta de denigrar públicamente a una persona, exponiendo su intimidad a cualquiera que tenga acceso a una plataforma virtual, es el recurso de los cobardes cuyas frustraciones personales les orillan a externar su evidente resentimiento de la manera más miserable.

Paradójicamente, cuando la figura expuesta es la de un hombre, todos lo celebran, se leen las ovaciones de los que glorifican la hazaña, como si se tratase de un espartano regresando victorioso de la guerra. Pero si se trata de una mujer, las injurias no se hacen esperar, la misoginia latente en sus podridos corazones se manifiesta ipso facto, esperan su turno para dejar plasmados sus discursos soeces, descargan en la mujer expuesta sus más infames lascivias, su morboso desprecio por la desnudez y la sexualidad femenina en cualquiera de sus manifestaciones.

“Es una puta”, dicen unos, “no se da a respetar”, comentan otros, “¿para qué se dejan grabar?”, argumentan los más condescendientes. Siempre se desplaza la culpa hacia la mujer, porque nadie se ha preguntado quién difundió el video. De alguna manera nadie responsabiliza a quien comete el delito de Difusión de Pornografía, claramente tipificado en el artículo 51 de La Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres. A nadie le importa, porque quien despierta hostilidad es el cuerpo femenino, esa desnudez impúdica y perversa que los incita a evocar sus instintos más primitivos, y sus más inicuos desenfrenos, la desean y la condenan al mismo tiempo.

Un particular fenómeno se suscita cuando estas noticias aparecen en primera plana, si los ultrajes llegan desde un emisor masculino, tendemos a racionalizarlo y no porque esté bien o porque sea correcto, sino porque sabemos que a ellos la sociedad los entrena sistemáticamente para reproducir actitudes desdeñosas y a veces crueles contra la mujer. Resulta incluso gratificante cuando se lee que un hombre reivindica las libertades femeninas y reprende a sus congéneres por los tratos denigrantes que aquellos profieren. Lo verdaderamente nefasto es observar cuando son las mismas mujeres quienes agreden, condenan y ridiculizan a otras mujeres por ser víctimas de exposición mediática.

Las mujeres que no se solidarizan con otras mujeres que son víctimas de la cultura machista, están asimiladas a un sistema que les dice cómo deben vestirse para no ser violadas, cómo tienen que hablar para no ser insultadas, cómo tienen que comportarse para no ser desacreditadas, cómo tienen que vivir para ser aceptadas. En conclusión, aceptan dócilmente que alguien le diga qué hacer y renuncian con complacencia a su sagrado derecho de ser ellas mismas, se adaptan a las reglas de los hombres, han perdido la capacidad de pensar y decidir por sí mismas, han cedido a otros el derecho a pensar por ellas. En ese orden de ideas, en alguna medida justifican y contribuyen a un sistema que tarde o temprano les dará la espalda, las señalará y las condenará como ahora ellas condenan.

Tres cosas tengo que decir respeto del caso del video sexual donde pudiera aparecer o no, la Licenciada Cristales:
  1. Si no es ella la que aparece en el video, está en todo su derecho de activar los mecanismos que la ley le habilita para aclarar el caso.
  2. Si es ella la que aparece en el video y lo niega, no la culpo, la justifico, porque ninguna mujer en sus cinco sentidos querría exponerse a la lapidación mediática, en un país donde es mal visto tener vagina y disfrutar del placer de tener una, es un pecado mortal que debe ser castigado con la humillación pública.
  3. Si es usted de los que dice que "para qué se dejó filmar",  necesita revisar y reflexionar mejor sus argumentos. Es preciso que la sociedad en general entienda que cuando una mujer consiente en el acto de registrar sus actividades sexuales a través de medios audiovisuales, no habilita implícitamente la difusión de ese material, se entiende un pacto tácito de confidencialidad entre los participantes y quien viola ese acuerdo comete un delito y además ejecuta un acto de cobardía, es a él a quien hay que juzgar.

Es preciso que como mujeres nos solidaricemos y dejemos de lado esos burdos prejuicios, despojemos a la sociedad y a los medios de ese poder que usan para denigrarnos y avergonzarnos a través de nuestra sexualidad. Sentido común señoras y señores, coherencia y un poco de empatía, eso es lo que nos falta como sociedad.


EL ABORTO EN EL PAÍS QUE ODIA A LAS MUJERES


Una estudiante tuvo un presunto aborto en un Centro Escolar, se encontró el bebé de seis meses de gestación aún con vida en el baño de niñas, pero falleció minutos después. Se ignoran los pormenores del acontecimiento, los medios escritos en redes sociales, especulan sobre la naturaleza del hallazgo, algunos dicen que fue encontrado en el tanque del inodoro, otros dicen que en la taza del mismo. Aborto natural o provocado, no se sabe, lo que sí se sabe con toda certeza es que la menor ha sido ya detenida, acusada de homicidio. Así, sin más, esa es la ley.

La condena pública no se ha hecho esperar. En los comentarios de las diferentes publicaciones que detallan la noticia, se lee: “!Putiyas!, ¿por qué no cierran las patas?”, “Bichas putas, ¿por qué no usan condón?, “!Asesina!, que le den  la pena de muerte”. Y así por el estilo, a cual más condenatorio, sin esperar el dictamen pericial o el informe policial que determina las causas, sin escuchar razones, es automáticamente culpable. Porque en mi país, las mujeres son automáticamente culpables de todo lo que se les acusa, son malas porque sí y de resultar absueltas, el estigma social las persigue de por vida, ante la mirada pública son unas eternas culpables.

Esta noticia me ha hecho recordar un episodio particular que tuvo lugar durante mi embarazo y se los comparto a continuación:

En ese período, sufrí dos amenazas de aborto, una de ellas, la más grave, fue en el cuarto mes de gestación. El sangrado era tan profuso que para poder salvar la vida de mi hijo, fue necesario ingresarme de emergencia en el Hospital Zacamil. En la habitación que me asignaron para reposar, se encontraban ya otras tres mujeres, una de ellas de más o menos treinta años que aún estaba embarazada y dos más, ambas unas niñas de más o menos dieciséis años – cuando mucho – que habían tenido abortos y estaban recuperándose del procedimiento de legrado.  

Dado que las circunstancias por las que nos encontrábamos allí, eran similares, intercambiamos experiencias. La mayor, era una señora casada y tenía ya un bebé de dos años, éste era su segundo embarazo y padecía preeclampsia, su caso era como el de muchas mujeres que atraviesan una gestación de alto riesgo. Las otras dos, eran muchachas muy humildes que residían el área rural a las afueras de San Salvador, ambas me narraron sus historias y debo apuntar que esos dos testimonios desgarradores, son quizás los que determinaron mi activismo en favor de los derechos de las mujeres.
 
La primera, me contó que desde hacía dos años tenía un noviazgo con un hombre casado de 42 años, él era su maestro en la escuela donde ella cursaba el noveno grado. Si las matemáticas no me fallan, ella contaba con sólo catorce años cuando la relación inició. Me dijo que en un principio no se sentía atraída por él, pero que siempre que terminaban las clases, él le pedía que se quedara sacudiendo los borradores y arreglando los pupitres. Me narró cómo su profesor cerraba la puerta del salón y la arrinconaba para besarla y manosearla; me confesó que al principio sentía miedo, pero que con el tiempo fue cediendo, más por cansancio que por ganas y finalmente la había convencido de tener relaciones sexuales.

“Es amable conmigo”, me explicaba, bajando la mirada, como si tratara de convencerse a sí misma. “Me da para los cuadernos y para que compre en el recreo, me compra lociones y blumers, porque en mi casa no me dan pisto para que lleve a la escuela, nosotros somos pobres”. Esas fueron exactamente sus palabras. “Esta es la segunda vez que salgo embarazada”, continuó diciendo con tono de vergüenza… “pero él me da pastillas para que se me venga el niño”. ¿Por qué no usa condón?, le pregunté; “porque dice que no le gusta porque no se siente lo mismo”, me respondió tímidamente.

Se me hizo un nudo en la garganta, sentí repulsión, no podía dar crédito a lo que escuchaban mis oídos. Quería decirle que eso estaba mal y que debía denunciar, pero casi de inmediato la otra niña empezó a hablar: “A mí me agarró el muchacho con el que vivo cuando venía de la escuela, me tiró al suelo y allí en un matorral me desvirgó, lloré bastante porque me dolió y me rompió todo el uniforme, entonces me dijo que así en la casa ya no me iban a querer mis papás y que mejor me fuera con él. Yo me quiero regresar donde mi mamy porque él me pega, pero no me deja que me vaya, me dice que me va a matar. Una vez fui a la unidad de salud a traer pastillas para planificar, pero cuando me las encontró las tiró al fuego porque dice que para andar de puta las quiero, pero no es por eso, es que no se me pegan los niños, con este ya son cuatro que se me vienen”.

En ese entonces, yo tenía veinte años, esas realidades me resultaban ajenas y no podía hacer mucho más allá de indignarme; me tomó años entender que todas las mujeres sufrimos una cuota de violencia, pero unas más que otras. Por eso me enfurece la condena de quienes permanecen indiferentes ante los abusos pero son prestos a juzgar, no les importan los motivos, no les interesan las razones, quieren ver correr sangre y si es la de una mujer, todavía mejor. Cuando las violan, es su culpa, cuando las matan es porque ellas no se fijan con quien se meten, cuando las golpean es porque les gusta, cuando las embarazan es por calientes y cuando abortan es porque son malas mujeres, perras desalmadas que no merecen compasión… Cuanta hipocresía.  

¿Alguno de los que me lee, se ha detenido una sola vez en su vida a preguntarse el tipo de vida que tienen estas muchachas?, ¿cómo se embarazan?, ¿cómo terminan vinculadas a un maltratador?, ¿por qué ocultan sus vientres abultados debajo del uniforme escolar?. Supongo que muy pocos, porque juzgar es más sencillo, es cómodo y conveniente… bendita ignorancia, bendita indiferencia.

El Estado no les proporciona una adecuada educación en salud sexual y reproductiva, en las Unidades de Salud, muchas veces les niegan los anticonceptivos si no llegan acompañadas de sus padres, las iglesias satanizan la sexualidad y el uso de contracepción, sus familias las rechazan y la sociedad las condena. En definitiva, están solas, estigmatizadas y por siempre culpables de aquello de lo que no son las únicas responsables, así son las cosas en el país que odia a las mujeres.




CUENTO SIN NOMBRE #1


Emérita yacía en su lecho de muerte, después de haber ingerido un té colmado de veneno para ratas que bien habría podido matar a un caballo. Cuando su marido, Antonio, fue avisado de la agonía de su mujer, caminó a paso lento hacia la casa donde había compartido diez años de matrimonio con la moribunda, entró con la calma de siempre, se paró al pie de la cama y le dijo en tono de burla: “¿Todavía no te has muerto?”.

Esa fue siempre su vida, desde el día en que la mala suerte y la tradición familiar la arrastraron al suplicio de convertirse en la esposa del más despiadado hombre que había parido la tierra. Su matrimonio había sido arreglado por su Padre, un hombre que seguía con rigor la norma de casar a todas sus hijas con hombres de buena posición.

Ella tenía dieciséis cuando Antonio llegó a la Hacienda de la Merced con la intención de comprar ganado. Don Nicanor, lo recibió con la misma amabilidad con la que recibía a todos los hacendados que se aproximaban a sus tierras en busca de los mejores animales de carga que se conocían en todo esa parte del mundo.

En esos tiempos, era costumbre recibir a los compradores como si se tratara de un pariente lejano, se les ofrecía bebida, comida y una buena cama para pasar la noche. Las distancias eran largas y los caminos difíciles, toda esa empresa constituía una faena que no podía cubrirse en un solo día, sobre todo cuando al regreso se transportaban animales de carga.

La tradición mandaba que la cena se sirviera en el comedor grande en compañía de la familia del anfitrión y Don Nicanor era hombre de tradiciones. Así se conocieron Antonio y Emérita. Era la menor de cuatro hijas, huérfana de madre, sobria, educada en el Convento de las Hermanitas de la Caridad. Sabía leer, bordar, cocinar, zurcir y hacer todo eso que a falta de una madre, enseñaban en esos días las monjas en los conventos a las niñas de buena familia.

Los arreglos para el matrimonio fueron casi tan rápidos como la compra del ganado. En menos de un mes, Emérita estaba viviendo en la hacienda de su marido, un hombre de maneras toscas que sin ninguna paciencia le desgarró el vestido a girones la noche de bodas. No hubo luna de miel, ni besos, ni amor. Nueve meses más tarde, nació Lucrecia, dos años después, las gemelas Jacinta y Azucena y en los dos siguientes, Otilia.

Durante esos diez años, lo único que Emérita podía agradecerle a su marido, fue el haber tenido la cortesía de no forzarla a tener sexo con él durante sus embarazos y el año que correspondía a la lactancia después de cada parto. Por lo demás, fue siempre cruel con ella, llegaba borracho cada noche, repartiendo golpes y en ocasiones acompañado de alguna mujer que recogía en un burdel de paso para pasar la noche.

Nunca pudo mirarlo a los ojos, la única vez que tuvo el coraje de encararlo recibió una bofetada tan fuerte que le dislocó la mandíbula. Tenía el alma cansada, no recordaba la última vez que había sido feliz y un día sin pensarlo demasiado, tomó dos cucharadas del veneno para ratas y lo disolvió en el té de manzanilla que había preparado únicamente con ese propósito. Se lo tomó de un sorbo para no tener que arrepentirse, se recostó y esperó a que la muerte se la llevara. Cuando el cuerpo de Emérita finalmente hubo exhalado el último aliento, lo único Antonio dijo fue: “Tengo que buscarle otra mamá a estas niñas”.

Así era mi bisabuelo, Don Antonio, hombre tosco y desalmado. Era tan malo que cuando en el pueblo se supo la noticia de su muerte, fueron llegando a su casa uno a uno y sin ser llamados: el panadero, el sepulturero, el dueño de la funeraria, la señora de los tamales, el sastre y la banda regimental que tocaría las pompas fúnebres junto a su cuerpo de camino al cementerio. Todo lo había dejado pagado, incluso la misa cantada, temeroso de que a su muerte nadie se hiciera cargo de enterrarlo como cristiano y por venganza lo aventaran en la quebrada más cercana para ser comida de zopilotes.

Cuando se quedó viudo, lo primero que hizo fue llevar a la casa a su nueva mujer. Anatolia se llamaba, era desnutrida, prieta y de ojos grandes. Según cuentan, la había encontrado en un jacal, desnuda y tiritando del frío, la subió al caballo y se la llevó. Cuando llegó a la casa con la desconocida, se la presentó a sus cuatro hijas y les dijo: “Ella es su mamá”, acto seguido mandó a la mayor a traer a la costurera y le dio instrucciones de hacerle cuatro vestidos a la recién llegada. Desde ese día y hasta su muerte a los 85 años, fue la señora de la casa.

Anatolia era tan despiadada como el bisabuelo Antonio, no desaprovechaba la oportunidad para golpear a la niñas, dejarlas sin comer o encerrarlas en algún ropero por horas, todo al amparo de su marido. Para cuando la abuela Otilia tuvo catorce años, había aprendido a defenderse de los maltratos de su madrastra, incluso cuenta que a veces, en complicidad con sus hermanas, la desnudaban y la sacaban al patio y no la dejaban entrar a la casa hasta que escuchaban a la distancia el galopar del caballo del bisabuelo aproximándose.

El único respiro de las hermanas, acontecía una vez al año, durante la época de fiestas en el pueblo, esa semana, tenían permiso de pasear por el parque, acompañadas siempre de una tía o de una vecina de mayor edad. Por unos días, entre algodones de azúcar, dulces artesanales y exhibiciones de ganado, podían pretender que su vida era como la del resto de muchachas de su edad.

Una de esas tardes de paseos supervisados, Otilia conoció a Humberto. Era diez años mayor que ella, alto, moreno, de ojos castaños, de voz ronca e imponente. Había llegado al pueblo para comprar ganado. Hasta ese día a Otilia no se le había ocurrido ni por asomo pensar en hombres, creía firmemente que para todos los efectos, eran seres abominables y causantes de todas las desgracias del mundo.

Había aprendido a tenerles miedo, no sabía de caricias ni de mimos de padre y tampoco entendía ese gusto de sus hermanas por los varones, era sólo una niña y su único referente de lo masculino lo encarnaba ese hombre de maneras rústicas a quien llamaba papá.

Era menuda, morena, de ojos oscuros, cabellos negros y lacios y comparada en estatura con aquel individuo de 1.80, ella parecía una criatura. Sin embargo allí estaba, mirándolo con interés desmesurado, víctima de aquellas emociones que hasta ese día le habían sido totalmente ajenas, sintió pena de sí misma cuando se sorprendió correspondiendo la mirada de aquel hombre moreno de ojos ambarinos que se acomodaba el sombrero y exhibía su perfecta sonrisa mientras la saludaba inclinando la cabeza con cortesía. Ella respondió tímidamente el saludo y pasó caminando de largo intentando no perder el paso de su chaperona.

Esa noche no durmió, tuvo una fiebre sudorosa que no le salió del cuerpo hasta bien entrado el medio día. Cuando finalmente se recuperó de los delirios, iban a dar las tres de la tarde. Temió que por la súbita fiebre se le denegara el permiso del paseo de las cinco, así que puso su mejor cara y pretendió sentirse de buen ánimo para no perderse la ronda por el parque. Se bañó, se perfumó con una esencia de jazmines, regalo de su madrina y se puso un vestido celeste que le combinaba con los calcetines y el moño que le sujetaba el pelo. Ese día, mientras se vestía, fue por primera vez consiente del tamaño de sus senos, apretados por ese vestido infantil que ya no era apropiado para su figura adolescente.

Cuando salió de la casa el corazón le retozaba dentro del pecho, a cada paso que daba por aquella calle empedrada, se acortaba la distancia entre ella y el parque, donde seguramente estaba él con su sombrero, su sonrisa y esos ojos ambarinos que le habían arrebatado su inquebrantable salud. Al entrar por el lado de la iglesia, lo buscó con la mirada entre la multitud y allí estaba. Asustada pero decidida, se dio permiso para dejar de lado sus prejuicios y con un gesto que sólo él pudo descifrar, le dio su consentimiento para presentarse, bajo la mirada siempre vigilante de la chaperona que de mala gana dio el visto bueno para que el extraño las acompañara mientras se sentaban a beber un agua de granadilla.

Era extremadamente educado, de voz pausada pero segura. Le contó sobre sus tierras en algún lugar detrás de las montañas, donde el sol apenas calentaba y la neblina cubría los pastos desde las seis de la tarde hasta bien entrada la mañana; ella lo escuchó con curiosidad de niña, abriendo los ojos con asombro y sonriendo cada tanto, incrédula pero confiada. Tuvo la impresión de que lo conocía desde siempre y por alguna razón a su lado se sentía segura.

Así supo que estaría en el pueblo toda la semana hasta completar la venta del ganado y hacer los arreglos para transportarlos a rueda de carreta hasta sus terrenos a dos días de distancia. Sintió una profunda tristeza cuando hizo cuenta del trecho inmenso que los separaba, una distancia infranqueable por aquellos tiempos, pero se repuso de inmediato y se prometió ser feliz en los cuatro días que restaban hasta que llegara el día de verlo partir.

Cada día, se encontraron en el mismo lugar. Se las arregló para que la dejaran salir con una chaperona más condescendiente, con la que había trabado cierta complicidad, lo que le permitía quedarse toda la tarde sentada hablando con él sin supervisión, hasta que las campanadas de la iglesia anunciaban la misa de seis. No pasó mucho tiempo para que la confianza generada entre ambos les permitiera hablar de cuestiones sentimentales.

Para cuando llegó el día cuatro, lo habían hablado todo, se sentían predestinados y no soportaban la idea de verse separados. Así, Humberto dispuso formalizar las cosas y en compañía de dos testigos escogidos entre los señores más respetables del pueblo, pedir la mano de Otilia en matrimonio a Don Antonio, el siguiente domingo a las cuatro de la tarde.

A pesar de conocer el carácter de su padre, Otilia confiaba en que su matrimonio representaría para él una boca menos que alimentar, de manera que esperó con impaciencia el regreso de Humberto al pueblo para cerrar el compromiso. Se hicieron los arreglos pertinentes con todas las formalidades que mandaba la tradición, sin embargo, en la carta recibida por Don Antonio en la oficina municipal no se especificaba a cuál de todas sus hijas pedirían en matrimonio, pero era un pacto tácito entre caballeros, aceptar una reunión para tratar esos asuntos si se hacía siguiendo todas las formalidades, de manera que no quedando más remedio, aceptó la reunión el día y la hora especificados en la misiva.

Durante toda esa semana, Otilia fue presa del desvelo de la impaciencia, pero cuando finalmente llegó el día, se preparó para afrontar lo que viniera, estaba decidida, o se casaba con Humberto o se casaba con Humberto, no había más opciones. Las agujas del reloj de cucú que adornaba la pared principal de la sala, jamás le habían parecido tan lentas y para cuando marcaron las cuatro, tuvo la impresión de que se habían detenido. En su casa nadie sabía nada, ni siquiera sus hermanas, el asunto del matrimonio era entre ella y Humberto y para todos los propósitos, nadie más tenía por qué saberlo hasta que el momento fuera propicio.

Trató de ocuparse en los quehaceres para no pensar demasiado en lo que podía estar ocurriendo en la oficina municipal, pero de nada sirvieron sus esfuerzos y su angustia fue mayor cuando llegaron las seis de la tarde y todavía no había noticia de lo acontecido. Minutos más tarde a la distancia, escuchó el casquear del caballo de su padre aproximándose a la casa, contuvo la respiración y esperó con esfuerzo a que entrara. Sentada en una mecedora de la sala, lo observó bajarse del animal con la calma de siempre y amarrarlo al poste colocado en la entrada principal para ese propósito.  Don Antonio entró todavía con las espuelas puestas, fue hacia la cocina y tomó un vaso de agua fresca de una tinaja de barro que estaba siempre en el centro de la mesa del comedor, salió de nuevo hacia la sala y se sentó a quitarse las espuelas y las botas en la poltrona de madera colocada frente a la ventana que daba a la calle, alzó la mirada hacia la mecedora donde ella espera impaciente una respuesta y con una voz tajante le dijo: “Usted no se casa”. 

Otilia sintió que se le desmoronaba el mundo. De todas las mezquindades que podía esperar de su padre, esta había sido la más infame, se negaba a liberarla de su yugo. Con la voz quebrada y arriesgándose a una bofetada le preguntó: “Por qué? Y él respondió: “porque yo lo digo”. Ella se levantó de súbito de la mecedora y caminó lo más rápido que pudo hacia la habitación que compartía con sus hermanas para que no la viera llorar, no quería darle esa satisfacción.

Tenía dos opciones: encerrarse en su cuarto y sollozar amargamente hasta que se le secaran las lágrimas o declararse en total rebeldía; descartó inmediatamente la primera y decidió no someterse a los designios de su padre. No era sólo cuestión de contradecirlo y dejar el asunto reducido a la categoría de berrinche, tenía que tomar una medida drástica que no pudiera ser reprimida y la única salida viable era fugarse con Humberto.

Esperó a que Don Antonio se quedara dormido, cosa que ocurría cada día después de la cena. No podía llevarse nada, se iría con lo que llevaba puesto. Salió por la puerta del patio trasero sin hacer ruido ni llamar la atención, para eso, tuvo que contar con la complicidad de sus hermanas, que finalmente enteradas de la situación, no dudaron a ayudarla a crear una distracción que le diera el tiempo suficiente para que la fuga no se viera frustrada.

Una vez hubo salido de las casa, corrió a toda prisa por las calles que ya a esa hora de la noche estaban desoladas. Su única preocupación era poder darle alcance a Humberto, quien seguramente ante la negativa de Don Antonio, no tuvo más opción que emprender el camino de regreso. Todas sus esperanzas descansaban en que esa personalidad ritualista que lo caracterizaba, lo hubiese demorado lo suficiente y confiaba en que la carreta que le servía de transporte, tirada por dos bestias de carga, fuera lo bastante lenta. 

Cuando finalmente llegó a la entrada del pueblo, se detuvo por un momento a tomar aliento y lo único que pudo a ver fue una calle solitaria alumbrada por la luz de una luna creciente. Pensó si no era ya demasiado tarde para interceptarlo tomando un atajo por alguna vereda. Repasó mentalmente los caminos que ya conocía de memoria y decidió que lo más viable era ir por el que salía a la carretera que conectaba los pueblos de la zona. Si todavía podía alcanzarlo, esa era la única manera de hacerlo.

Caminó unos pasos hasta que llegó a la entrada de una vereda oculta detrás de unos matorrales, nadie que no conociera bien la zona podría adivinar que ese tramo era la manera más rápida de acortar distancias. Se adentró entre la maleza espesa que cubría el acceso y se abrió paso hasta llegar a un caminito de tierra bien marcado ya por los pies de los transeúntes, estaba oscuro y lo único que podía escuchar eran los cantos incesantes de los grillos, pero no era momento de tener miedo, se quitó los zapatos que ya le empezaban a lastimar los pies y corrió lo más rápido que pudo. Aquel trayecto no parecía tener fin, pero cada vez que sentía la necesidad de detenerse a descansar, pensaba en que ese tiempo perdido le arrebataría la posibilidad de alcanzar a su objetivo. Para cuando llegó hasta el punto donde se interceptaban los caminos, estaba empapada de sudor, llevaba en vestido hecho harapos y los pies lodosos y sangrantes, pero estaba allí y ahora sólo tenía que esperar.

Después de transcurrido un tiempo que le pareció eterno, escuchó en la lejanía el paso aletargado de una carreta y su corazón se detuvo, rezó para que fuera Humberto y no un mal cristiano, se armó de valor y le salió al paso… era él. Asustado más que sorprendido, detuvo la marcha de los animales y la alumbró con la lámpara de querosene que llevaba colgada a un lado de la carreta. Cuando la reconoció detrás de todo el sudor y los harapos a los que había quedado reducido su vestido, le pregunto: “¿Otilia, qué está haciendo aquí y a éstas horas?”, ella le respondió: “Vine a encontrarlo porque me voy con usted”. Se quedó mudo por un segundo y volvió a hablar: “¿Se atiene a las consecuencias si su papá nos encuentra?, yo no quiero deshonrarla”, le dijo; ella, con una determinación que no se esperaría de una niña de sus años, le respondió: “No se preocupe, usted no me está deshonrando, yo me estoy deshonrando sola”. Él le sonrió y le hizo un lugar a su lado, la ayudó a subir y emprendieron el viaje.

Una semana de inmensa felicidad había pasado cuando finalmente Don Antonio los encontró, no se estaban escondiendo, estaban siendo felices bajos sus propios términos. Los detuvieron por actos de lascivia y según mandaba la ley debían ser llevador por cordillera, así, semi-desnudos como los encontraron. Fueron esposados y exhibidos en cada pueblo por el que pasaban, para que sintieran la vergüenza de su pecado tras las miradas acusadoras de los curiosos. Estuvieron ocho días a pan y agua detenidos en las bartolinas municipales y al final de octavo, tras las rejas, pero juntos, les leyeron los votos matrimoniales y los declararon marido y mujer.

No hubo fiesta, ni vestido blanco, ni pastel, ni invitados, pero mantuvieron sus votos y su amor por cuarenta años, hasta el día en que el abuelo Humberto exhaló su último aliento y murió en los brazos mi tía Otilia, la menor de los ocho hijos que tuvieron juntos. Cuando la abuela nos cuenta esta historia, se le aguan los ojos y termina siempre diciendo: “Y nunca nos separamos”.  






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