CUENTO SIN NOMBRE #1
Emérita yacía en su lecho de muerte, después de haber ingerido un té colmado de veneno para ratas que bien habría podido matar a un caballo. Cuando su marido, Antonio, fue avisado de la agonía de su mujer, caminó a paso lento hacia la casa donde había compartido diez años de matrimonio con la moribunda, entró con la calma de siempre, se paró al pie de la cama y le dijo en tono de burla: “¿Todavía no te has muerto?”.
Esa fue siempre su vida, desde el
día en que la mala suerte y la tradición familiar la arrastraron al suplicio de
convertirse en la esposa del más despiadado hombre que había parido la tierra. Su
matrimonio había sido arreglado por su Padre, un hombre que seguía con rigor la
norma de casar a todas sus hijas con hombres de buena posición.
Ella tenía dieciséis cuando Antonio
llegó a la Hacienda de la Merced con la intención de comprar ganado. Don
Nicanor, lo recibió con la misma amabilidad con la que recibía a todos los
hacendados que se aproximaban a sus tierras en busca de los mejores animales de
carga que se conocían en todo esa parte del mundo.
En esos tiempos, era costumbre
recibir a los compradores como si se tratara de un pariente lejano, se les
ofrecía bebida, comida y una buena cama para pasar la noche. Las distancias
eran largas y los caminos difíciles, toda esa empresa constituía una faena que
no podía cubrirse en un solo día, sobre todo cuando al regreso se transportaban
animales de carga.
La tradición mandaba que la cena se
sirviera en el comedor grande en compañía de la familia del anfitrión y Don
Nicanor era hombre de tradiciones. Así se conocieron Antonio y Emérita. Era la
menor de cuatro hijas, huérfana de madre, sobria, educada en el Convento de las
Hermanitas de la Caridad. Sabía leer, bordar, cocinar, zurcir y hacer todo eso
que a falta de una madre, enseñaban en esos días las monjas en los conventos a
las niñas de buena familia.
Los arreglos para el matrimonio
fueron casi tan rápidos como la compra del ganado. En menos de un mes, Emérita
estaba viviendo en la hacienda de su marido, un hombre de maneras toscas que
sin ninguna paciencia le desgarró el vestido a girones la noche de bodas. No
hubo luna de miel, ni besos, ni amor. Nueve meses más tarde, nació Lucrecia,
dos años después, las gemelas Jacinta y Azucena y en los dos siguientes,
Otilia.
Durante esos diez años, lo único
que Emérita podía agradecerle a su marido, fue el haber tenido la cortesía de
no forzarla a tener sexo con él durante sus embarazos y el año que correspondía
a la lactancia después de cada parto. Por lo demás, fue siempre cruel con ella,
llegaba borracho cada noche, repartiendo golpes y en ocasiones acompañado de
alguna mujer que recogía en un burdel de paso para pasar la noche.
Nunca pudo mirarlo a los ojos, la
única vez que tuvo el coraje de encararlo recibió una bofetada tan fuerte que
le dislocó la mandíbula. Tenía el alma cansada, no recordaba la última vez que
había sido feliz y un día sin pensarlo demasiado, tomó dos cucharadas del
veneno para ratas y lo disolvió en el té de manzanilla que había preparado
únicamente con ese propósito. Se lo tomó de un sorbo para no tener que
arrepentirse, se recostó y esperó a que la muerte se la llevara. Cuando el
cuerpo de Emérita finalmente hubo exhalado el último aliento, lo único Antonio
dijo fue: “Tengo que buscarle otra mamá a estas niñas”.
Así era mi bisabuelo, Don Antonio,
hombre tosco y desalmado. Era tan malo que cuando en el pueblo se supo la
noticia de su muerte, fueron llegando a su casa uno a uno y sin ser llamados:
el panadero, el sepulturero, el dueño de la funeraria, la señora de los
tamales, el sastre y la banda regimental que tocaría las pompas fúnebres junto
a su cuerpo de camino al cementerio. Todo lo había dejado pagado, incluso la
misa cantada, temeroso de que a su muerte nadie se hiciera cargo de enterrarlo
como cristiano y por venganza lo aventaran en la quebrada más cercana para ser
comida de zopilotes.
Cuando se quedó viudo, lo primero
que hizo fue llevar a la casa a su nueva mujer. Anatolia se llamaba, era
desnutrida, prieta y de ojos grandes. Según cuentan, la había encontrado en un
jacal, desnuda y tiritando del frío, la subió al caballo y se la llevó. Cuando
llegó a la casa con la desconocida, se la presentó a sus cuatro hijas y les
dijo: “Ella es su mamá”, acto seguido mandó a la mayor a traer a la costurera y
le dio instrucciones de hacerle cuatro vestidos a la recién llegada. Desde ese
día y hasta su muerte a los 85 años, fue la señora de la casa.
Anatolia era tan despiadada como el
bisabuelo Antonio, no desaprovechaba la oportunidad para golpear a la niñas,
dejarlas sin comer o encerrarlas en algún ropero por horas, todo al amparo de
su marido. Para cuando la abuela Otilia tuvo catorce años, había aprendido a
defenderse de los maltratos de su madrastra, incluso cuenta que a veces, en
complicidad con sus hermanas, la desnudaban y la sacaban al patio y no la
dejaban entrar a la casa hasta que escuchaban a la distancia el galopar del
caballo del bisabuelo aproximándose.
El único respiro de las hermanas,
acontecía una vez al año, durante la época de fiestas en el pueblo, esa semana,
tenían permiso de pasear por el parque, acompañadas siempre de una tía o de una
vecina de mayor edad. Por unos días, entre algodones de azúcar, dulces
artesanales y exhibiciones de ganado, podían pretender que su vida era como la
del resto de muchachas de su edad.
Una de esas tardes de paseos
supervisados, Otilia conoció a Humberto. Era diez años mayor que ella, alto,
moreno, de ojos castaños, de voz ronca e imponente. Había llegado al pueblo
para comprar ganado. Hasta ese día a Otilia no se le había ocurrido ni por
asomo pensar en hombres, creía firmemente que para todos los efectos, eran
seres abominables y causantes de todas las desgracias del mundo.
Había aprendido a tenerles miedo, no
sabía de caricias ni de mimos de padre y tampoco entendía ese gusto de sus
hermanas por los varones, era sólo una niña y su único referente de lo
masculino lo encarnaba ese hombre de maneras rústicas a quien llamaba papá.
Era menuda, morena, de ojos
oscuros, cabellos negros y lacios y comparada en estatura con aquel individuo
de 1.80, ella parecía una criatura. Sin embargo allí estaba, mirándolo con
interés desmesurado, víctima de aquellas emociones que hasta ese día le habían
sido totalmente ajenas, sintió pena de sí misma cuando se sorprendió
correspondiendo la mirada de aquel hombre moreno de ojos ambarinos que se
acomodaba el sombrero y exhibía su perfecta sonrisa mientras la saludaba
inclinando la cabeza con cortesía. Ella respondió tímidamente el saludo y pasó
caminando de largo intentando no perder el paso de su chaperona.
Esa noche no durmió, tuvo una
fiebre sudorosa que no le salió del cuerpo hasta bien entrado el medio día.
Cuando finalmente se recuperó de los delirios, iban a dar las tres de la tarde.
Temió que por la súbita fiebre se le denegara el permiso del paseo de las
cinco, así que puso su mejor cara y pretendió sentirse de buen ánimo para no
perderse la ronda por el parque. Se bañó, se perfumó con una esencia de
jazmines, regalo de su madrina y se puso un vestido celeste que le combinaba
con los calcetines y el moño que le sujetaba el pelo. Ese día, mientras se
vestía, fue por primera vez consiente del tamaño de sus senos, apretados por
ese vestido infantil que ya no era apropiado para su figura adolescente.
Cuando salió de la casa el corazón
le retozaba dentro del pecho, a cada paso que daba por aquella calle empedrada,
se acortaba la distancia entre ella y el parque, donde seguramente estaba él
con su sombrero, su sonrisa y esos ojos ambarinos que le habían arrebatado su
inquebrantable salud. Al entrar por el lado de la iglesia, lo buscó con la
mirada entre la multitud y allí estaba. Asustada pero decidida, se dio permiso
para dejar de lado sus prejuicios y con un gesto que sólo él pudo descifrar, le
dio su consentimiento para presentarse, bajo la mirada siempre vigilante de la
chaperona que de mala gana dio el visto bueno para que el extraño las
acompañara mientras se sentaban a beber un agua de granadilla.
Era extremadamente educado, de voz
pausada pero segura. Le contó sobre sus tierras en algún lugar detrás de las
montañas, donde el sol apenas calentaba y la neblina cubría los pastos desde
las seis de la tarde hasta bien entrada la mañana; ella lo escuchó con
curiosidad de niña, abriendo los ojos con asombro y sonriendo cada tanto, incrédula
pero confiada. Tuvo la impresión de que lo conocía desde siempre y por alguna
razón a su lado se sentía segura.
Así supo que estaría en el pueblo
toda la semana hasta completar la venta del ganado y hacer los arreglos para
transportarlos a rueda de carreta hasta sus terrenos a dos días de distancia. Sintió
una profunda tristeza cuando hizo cuenta del trecho inmenso que los separaba, una
distancia infranqueable por aquellos tiempos, pero se repuso de inmediato y se
prometió ser feliz en los cuatro días que restaban hasta que llegara el día de
verlo partir.
Cada día, se encontraron en el
mismo lugar. Se las arregló para que la dejaran salir con una chaperona más
condescendiente, con la que había trabado cierta complicidad, lo que le
permitía quedarse toda la tarde sentada hablando con él sin supervisión, hasta
que las campanadas de la iglesia anunciaban la misa de seis. No pasó mucho
tiempo para que la confianza generada entre ambos les permitiera hablar de
cuestiones sentimentales.
Para cuando llegó el día cuatro, lo
habían hablado todo, se sentían predestinados y no soportaban la idea de verse
separados. Así, Humberto dispuso formalizar las cosas y en compañía de dos
testigos escogidos entre los señores más respetables del pueblo, pedir la mano
de Otilia en matrimonio a Don Antonio, el siguiente domingo a las cuatro de la
tarde.
A pesar de conocer el carácter de
su padre, Otilia confiaba en que su matrimonio representaría para él una boca
menos que alimentar, de manera que esperó con impaciencia el regreso de
Humberto al pueblo para cerrar el compromiso. Se hicieron los arreglos
pertinentes con todas las formalidades que mandaba la tradición, sin embargo,
en la carta recibida por Don Antonio en la oficina municipal no se especificaba
a cuál de todas sus hijas pedirían en matrimonio, pero era un pacto tácito
entre caballeros, aceptar una reunión para tratar esos asuntos si se hacía
siguiendo todas las formalidades, de manera que no quedando más remedio, aceptó
la reunión el día y la hora especificados en la misiva.
Durante toda esa semana, Otilia fue
presa del desvelo de la impaciencia, pero cuando finalmente llegó el día, se
preparó para afrontar lo que viniera, estaba decidida, o se casaba con Humberto
o se casaba con Humberto, no había más opciones. Las agujas del reloj de cucú
que adornaba la pared principal de la sala, jamás le habían parecido tan lentas
y para cuando marcaron las cuatro, tuvo la impresión de que se habían detenido.
En su casa nadie sabía nada, ni siquiera sus hermanas, el asunto del matrimonio
era entre ella y Humberto y para todos los propósitos, nadie más tenía por qué
saberlo hasta que el momento fuera propicio.
Trató de ocuparse en los quehaceres
para no pensar demasiado en lo que podía estar ocurriendo en la oficina
municipal, pero de nada sirvieron sus esfuerzos y su angustia fue mayor cuando
llegaron las seis de la tarde y todavía no había noticia de lo acontecido.
Minutos más tarde a la distancia, escuchó el casquear del caballo de su padre
aproximándose a la casa, contuvo la respiración y esperó con esfuerzo a que
entrara. Sentada en una mecedora de la sala, lo observó bajarse del animal con
la calma de siempre y amarrarlo al poste colocado en la entrada principal para
ese propósito. Don Antonio entró todavía
con las espuelas puestas, fue hacia la cocina y tomó un vaso de agua fresca de
una tinaja de barro que estaba siempre en el centro de la mesa del comedor,
salió de nuevo hacia la sala y se sentó a quitarse las espuelas y las botas en
la poltrona de madera colocada frente a la ventana que daba a la calle, alzó la
mirada hacia la mecedora donde ella espera impaciente una respuesta y con una
voz tajante le dijo: “Usted no se casa”.
Otilia sintió que se le desmoronaba
el mundo. De todas las mezquindades que podía esperar de su padre, esta había
sido la más infame, se negaba a liberarla de su yugo. Con la voz quebrada y
arriesgándose a una bofetada le preguntó: “Por qué? Y él respondió: “porque yo
lo digo”. Ella se levantó de súbito de la mecedora y caminó lo más rápido que
pudo hacia la habitación que compartía con sus hermanas para que no la viera
llorar, no quería darle esa satisfacción.
Tenía dos opciones: encerrarse en
su cuarto y sollozar amargamente hasta que se le secaran las lágrimas o
declararse en total rebeldía; descartó inmediatamente la primera y decidió no
someterse a los designios de su padre. No era sólo cuestión de contradecirlo y
dejar el asunto reducido a la categoría de berrinche, tenía que tomar una
medida drástica que no pudiera ser reprimida y la única salida viable era
fugarse con Humberto.
Esperó a que Don Antonio se quedara
dormido, cosa que ocurría cada día después de la cena. No podía llevarse nada,
se iría con lo que llevaba puesto. Salió por la puerta del patio trasero sin
hacer ruido ni llamar la atención, para eso, tuvo que contar con la complicidad
de sus hermanas, que finalmente enteradas de la situación, no dudaron a ayudarla
a crear una distracción que le diera el tiempo suficiente para que la fuga no
se viera frustrada.
Una vez hubo salido de las casa,
corrió a toda prisa por las calles que ya a esa hora de la noche estaban desoladas.
Su única preocupación era poder darle alcance a Humberto, quien seguramente
ante la negativa de Don Antonio, no tuvo más opción que emprender el camino de
regreso. Todas sus esperanzas descansaban en que esa personalidad ritualista que
lo caracterizaba, lo hubiese demorado lo suficiente y confiaba en que la
carreta que le servía de transporte, tirada por dos bestias de carga, fuera lo
bastante lenta.
Cuando finalmente llegó a la entrada
del pueblo, se detuvo por un momento a tomar aliento y lo único que pudo a ver
fue una calle solitaria alumbrada por la luz de una luna creciente. Pensó si no
era ya demasiado tarde para interceptarlo tomando un atajo por alguna vereda. Repasó
mentalmente los caminos que ya conocía de memoria y decidió que lo más viable
era ir por el que salía a la carretera que conectaba los pueblos de la zona. Si
todavía podía alcanzarlo, esa era la única manera de hacerlo.
Caminó unos pasos hasta que llegó a
la entrada de una vereda oculta detrás de unos matorrales, nadie que no
conociera bien la zona podría adivinar que ese tramo era la manera más rápida
de acortar distancias. Se adentró entre la maleza espesa que cubría el acceso y
se abrió paso hasta llegar a un caminito de tierra bien marcado ya por los pies
de los transeúntes, estaba oscuro y lo único que podía escuchar eran los cantos
incesantes de los grillos, pero no era momento de tener miedo, se quitó los
zapatos que ya le empezaban a lastimar los pies y corrió lo más rápido que pudo.
Aquel trayecto no parecía tener fin, pero cada vez que sentía la necesidad de
detenerse a descansar, pensaba en que ese tiempo perdido le arrebataría la
posibilidad de alcanzar a su objetivo. Para cuando llegó hasta el punto
donde se interceptaban los caminos, estaba empapada de sudor, llevaba en
vestido hecho harapos y los pies lodosos y sangrantes, pero estaba allí y ahora
sólo tenía que esperar.
Después de transcurrido un tiempo
que le pareció eterno, escuchó en la lejanía el paso aletargado de una carreta
y su corazón se detuvo, rezó para que fuera Humberto y no un mal cristiano, se
armó de valor y le salió al paso… era él. Asustado más que sorprendido, detuvo
la marcha de los animales y la alumbró con la lámpara de querosene que llevaba
colgada a un lado de la carreta. Cuando la reconoció detrás de todo el sudor y
los harapos a los que había quedado reducido su vestido, le pregunto: “¿Otilia,
qué está haciendo aquí y a éstas horas?”, ella le respondió: “Vine a
encontrarlo porque me voy con usted”. Se quedó mudo por un segundo y volvió a
hablar: “¿Se atiene a las consecuencias si su papá nos encuentra?, yo no quiero
deshonrarla”, le dijo; ella, con una determinación que no se esperaría de una
niña de sus años, le respondió: “No se preocupe, usted no me está deshonrando,
yo me estoy deshonrando sola”. Él le sonrió y le hizo un lugar a su lado, la
ayudó a subir y emprendieron el viaje.
Una semana de inmensa felicidad
había pasado cuando finalmente Don Antonio los encontró, no se estaban
escondiendo, estaban siendo felices bajos sus propios términos. Los detuvieron
por actos de lascivia y según mandaba la ley debían ser llevador por
cordillera, así, semi-desnudos como los encontraron. Fueron esposados y
exhibidos en cada pueblo por el que pasaban, para que sintieran la vergüenza de
su pecado tras las miradas acusadoras de los curiosos. Estuvieron ocho días a
pan y agua detenidos en las bartolinas municipales y al final de octavo, tras
las rejas, pero juntos, les leyeron los votos matrimoniales y los declararon marido
y mujer.
No hubo fiesta, ni vestido blanco,
ni pastel, ni invitados, pero mantuvieron sus votos y su amor por cuarenta
años, hasta el día en que el abuelo Humberto exhaló su último aliento y murió en
los brazos mi tía Otilia, la menor de los ocho hijos que tuvieron juntos.
Cuando la abuela nos cuenta esta historia, se le aguan los ojos y termina
siempre diciendo: “Y nunca nos separamos”.
Muy bueno
ResponderBorrarQue hermoso relato Lic gracias por compartirnos tan bellos recuerdos familiares
ResponderBorrarExcelente historia, logro mantener mi mente en la espectativa, y con la capacidad de recrear a travez de sus letras algun pueblo perdido en las montañas.
ResponderBorrarMuchas gracias.
BorrarBuenisimo, yo también imagine el pueblo y los personajes
BorrarPerfecto, yo también me imagine u pueblo y hasta los personajes xD
ResponderBorrarMe encantó
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