¿CUÁNDO FUE LA PRIMERA VEZ QUE TE ACOSARON?


La primera vez que me acosaron tenía yo 4 años, recuerdo que tenía esa edad porque mi hermana no había nacido aún, pero yo ya sabía andar en triciclo. Estaba jugando en el jardín frente a mi casa cuando un hombre que arreglaba zapatos pasó, se detuvo frente al portón de rejas y noté que me observaba con curiosidad. Yo estaba acurrucada, así con ese desenfado con el que las niñas de 4 años se acurrucan a recoger flores silvestres, entonces lo escuché llamarme… me dijo: “Niña, vení”, yo me acerqué con la inocencia de no saber que hay hombres mal intencionados, asomé mi rostro redondo entre los barrotes, él se acercó y deslizó sus sucias manos entre mis infantiles piernas y cuando llegó a mis calzones, dijo: “Que rica esa cuquita”… me alejé de la reja con un temor instintivo y corrí a la seguridad de mi casa; recuerdo que temblaba cuando me refugié detrás de las faldas de mi mamá que en ese momento picaba cebolla en la mesa de la cocina, ella me preguntó: “¿Qué te pasa?”, yo dije: “nada”. De alguna manera sabía que lo que había pasado no era correcto, pero en el fondo me sentía culpable… ¿Qué culpa puede tener una niña de 4 años de la lascivia de un hombre?. Desde ese día, jamás volví a jugar sola frente a mi casa.
Cuando tenía 8 años, cada domingo acompañaba a mi mamá y mi tía Isabel a escuchar el sermón de la misa de 5 pm. en la Iglesia San Martín. Uno de esos días a mitad de la homilía, tuve ganas de ir al baño, me acerqué al oído de mi mamy para decirle: “mamy, quiero hacer pipí”, ella me miró, buscó en la cartera un trozo de papel higiénico, me lo puso en las manos y me dijo: “te apurás, no te vayas a quedar jugando afuera”. Salí corriendo de la iglesia y me dirigí hacia los baños que estaban justo a un lado de la sacristía, unos niños más grandes que yo estaban jugando chibola enfrente de la entrada, me detuve un rato a verlos jugar y luego recordé la sentencia de mi mamá y me apresuré a entrar a los baños para regresar a oír la misa. Cuando salí, los cuatro muchachos que jugaban afuera, me esperaban en la puerta, uno de ellos, pecoso, de pelo amarillo y ojos cafés, me empujó contra la pared y trató de besarme en contra de mi voluntad, mientras que el resto lo animaban y le decían: “metele la mano en la cuca”. Luché, aruñé y mordí con todas mis fuerzas, con tanta rabia que no tuvo más remedio que soltarme y al verme liberada corrí dentro de la iglesia. Cuando me senté en la banca, sollozaba y mi tía me preguntó: ¿te caíste?, entonces le dije: “unos niños me pegaron”… me dio vergüenza decir lo que había pasado. Mi tía que tiene un temperamento fuerte, se paró y salió conmigo de la mano a buscarlos, pero ya no estaban. ¿Por qué una niña de 8 años tiene vergüenza de decir que la han manoseado, cuando no fue su culpa?. Desde ese día, nunca volví a ir al baño sola.
A los 12, mi mejor amiga y yo habíamos ido a la casa de una compañera a hacer una tarea, cuando regresábamos, habíamos caminado quizás un par de cuadras y mi amiga recordó que había olvidado su sombrilla. Decidimos volver a buscarla pero cuando llegamos, nuestra compañera ya había salido. Su vecino, un niño del mismo colegio de unos 14 años, nos dijo que él tenía la sombrilla dentro de la casa. Inocentemente entramos, pasamos a la sala donde estaba la muchacha del servicio doméstico planchando y nos dirigimos a la cocina, donde según él, estaba la sombrilla, cuando llegamos al pasillo, nos esperaban otros niños que ya conocíamos, porque también asistían al mismo colegio, uno de ellos me arrastró por el brazo hacia una habitación y me empujó en la cama, se subió encima de mí y jadeante, sudoroso, intentaba bajarme los pantalones, me besaba y me metía la lengua dentro de la boca, me ensopaba la cara con su saliva, mientras trataba de arrancarme los botones de la blusa. Luché tanto que se rindió y me dejó ir, pero me sentenció gritando: “ojalá le vayas a decir a tu mamá”. Afuera, mi amiga me esperaba llorando, también a ella le había pasado lo mismo. Salimos de allí y corrimos hasta ponernos a salvo, todavía ahora que ambas somos adultas, nos cuesta hablar del tema. ¿Dos niñas de 12 años se merecen ser ultrajadas de esa manera?.
Cuando tenía 22, mis amigos de la Universidad y yo, teníamos por hábito ir al malecón del Puerto de la Libertad a ver la puesta de sol. Eran las 4 de la mañana cuando llegamos a la playa, la luna estaba hermosa, nos quitamos los zapatos y nos paramos todos en la orilla para que el mar nos mojara los pies, de pronto, de la nada apareció un sujeto que tomó del cuello a mi mejor amigo y lo arrastró por la arena hasta unas champas hechas con palmeras, mi amiga y yo (que éramos las únicas mujeres del grupo), corrimos por la playa, pero otros dos tipos nos dieron alcance y terminamos los cinco boca abajo en la arena amenazados con machetes y pistolas. Uno de ellos le dijo a quien entonces era mi novio y luego se convirtió en mi esposo: “Vos bicho, dame las llaves del carro”, él se buscó las llaves en la bolsa y se las entregó, luego, el mismo tipo me dijo: “Vos, morra, andá abrime el carro”. Me puse de pie y caminé hacia donde habíamos estacionado, le pedí las llaves y abrí… entonces me puso un cuchillo en el cuello y me dijo: “si gritás te lo voy a meter por la cuca”… me arrojó al piso y me bajó los pantalones, me mordió, me golpeó y me azotó la cabeza contra el suelo de arena mientras me violaba. No llevábamos nada de valor, se conformaron con las mochilas y nos dejaron ir. Cuando llegamos a la estación de policía a denunciar, lo primero que me preguntaron fue: “¿Y usted que andaba haciendo allí?”. Me puse de pie, caminé hacia mi novio y le dije: “Vamonos, no quiero estar aquí”. Otra vez creí que era mi culpa, que yo me lo había buscado, porque eso es lo que nos enseñan a las mujeres, a sentirnos culpables de todo lo malo que nos pasa.
Esas cuatro ocasiones me enseñaron a tener miedo de los hombres, a huir de los lugares oscuros, a no pasar sobre la acera si un sujeto viene en sentido contrario, a sentarme en el colectivo siempre al lado de una mujer. Me tomó mucho tiempo empoderarme y entender que ningún hombre tiene el derecho a tocarme sin mi consentimiento y no, no odio a los hombres, me casé, tuve un hijo, terminé la universidad y vivo una vida plena, no estoy traumatizada, pero siento la responsabilidad de romper con ese ciclo, no quiero que lo que me pasó a mí le siga pasando a ninguna niña y ninguna mujer. Cuando vaya por la calle, quiero sentirme libre, no valiente.
Sé que muchas mujeres que me leen han tenido experiencias similares o peores, quiero decirles que entiendo su miedo, que no es su culpa, que sé que hablar es difícil, pero es momento de expresarnos, de sacar a la luz las agresiones, es momento de decir BASTA!, VIVAS NOS QUEREMOS.
Contáme tu historia, ¿cuándo fue la primera vez que te acosaron?.


NO SE DICE: "ME LA COGÍ", SE DICE: "COGÍMOS"


Ayer recibí un mensaje de una niña que me decía: "Vero, qué piensas de ésto?" y adjuntaba la imagen de un meme, donde un vendedor de rosas se acerca a un chico y le dice: "Joven, flores para la dama?" a lo que el sujeto respondía: "No,gracias, ya me la cogí". En realidad el meme no me molestó, esas cosas han dejado de molestarme, más bien me provocó una sonora carcajada y ahora les explico por qué.

Durante el acto sexual, el hombre promedio alcanza un rendimiento no mayor a los 15 minutos, hablando de un coito de penetración ininterrumpida, erección firme y a buen ritmo; y estoy siendo generosa, pues siendo realista hay muchos que no alcanzan ni los 5 minutos en esos términos. Los de mejor condición física llegarán a los 30 minutos, pero son muy pocos los que cumplen con ese requisito.

Una mujer sexualmente activa, se encontrará con suerte una vez en la vida, con un hombre cuyo rendimiento sea excepcional y si Dios es bueno, a lo mejor con dos, eso sería el equivalente en términos estadísticos, a sacarse la lotería.

En contraparte, las mujeres, tenemos la capacidad de ser multiorgásmicas, de alto rendimiento, mantenemos un buen ritmo, podemos tener sexo por horas sin perder la libido y aún así, teniendo esa enorme ventaja sobre los hombres, de alguna manera, ellos se las arreglan para hacer ver a sus carencias como una hazaña.

Estos aires de grandeza, más bien delirios que algunos hombres padecen, sacando pecho y diciendo: "me la cogí", se convierten en un chiste que se cuenta solo, cuando una es plenamente consiente de que no hay margen de comparación. ¿Por qué insisten en convertir el acto sexual consensual en un juego de poder, cuando están en una clara desventaja?, en su lugar procuren mejorar la técnica y el discurso, no se dice: "me la cogí", se dice: "cogímos", porque si nos ponemos a competir en base al rendimiento, los cogidos serían ustedes y todavía nos quedan debiendo.

RELATO ERÓTICO #1: El Escritor


La primera vez que lo vi, contaba yo dieciocho tiernos años y él era bastante mayor. Frecuentábamos los mismos círculos, pero nunca cruzamos palabra. Me gustaba verlo leer, memoricé sus gestos y sus rasgos, las líneas de expresión que ya empezaban a surgir alrededor de sus ojos, la tozudez de sus manos y aquel tono de voz como de catarro descuidado con el que leía sus versos. Como un acto enfermizo, casi masoquista, me enamoré. Pero nunca me miró.

Como pasa siempre con los afectos no correspondidos, eventualmente perdí el interés y mi vida siguió su curso, y un día, así sin más, dejé de pensar en él. Dos décadas más tarde lo encontré de casualidad, conservaba la misma mirada, la misma sonrisa, los mismos ojos castaños y a pesar de su cabello ya encanecido, para mí continuaba siendo el mismo.

Nos miramos. Me sonrió y pasó de largo, pero esta vez me negué a ser invisible y decidí escribirle. Fue un texto corto, pero directo: “Cuando era una niña, estaba enamorada de vos”. No respondió de inmediato. Más tarde me confesó que se tomó su tiempo porque no sabía qué responder y cuando finalmente se decidió a escribirme, lo hizo con una sola frase: “¿Y ahora?”; a lo que yo contesté: “Ahora, no sé”.

Y fue así como empezamos a escribirnos, con ese entusiasmo del descubrimiento que no cambia con los años. Sabía que debía ser cauta, pero me sorprendía a ratos mirándolo embobada, con ojos de ternura, con cariño, con admiración. En honor a la verdad, debo decir que no quería ser prudente, quería verlo, tocarlo, olerlo, besarlo, tenerlo, quería sentir el roce de su cuerpo cálido entre mis piernas, quería poseerlo, lo quería mío, lo deseaba eterno.

El día que nos encontramos solos en aquella habitación, supe que de nada habían servido todas mis reservas; me sentí ansiosa, asustada, indefensa. Se acercó con esas sus maneras bruscas y me besó, acuné su rostro entre las palmas de mis manos, me miré en sus ojos y sentí unas ganas perversas de quererlo, más de lo que ya muchas en sus largos días lo habrían querido.

Con un gesto delicado, me volteó, poniendo mi espalda contra su pecho y rodeó con sus brazos mi cintura, me apretó y sentí el cosquilleo de su barba acariciando mi cuello mientras me quitaba la blusa… sin prisas, soltó mi sostén y liberó mis senos, los acarició con un suave masaje circular que me erizó la piel, para luego apretarlos con una voracidad que me hizo emitir un gemido silencioso, deslizó sus manos hacia mis caderas, se puso de rodillas y mientras me bajaba el pantalón, me besaba las nalgas clavando sus dientes con pequeñas mordidas.

Lo ayudé con esa tarea laboriosa de despojarse de las últimas ropas. Lo tuve frente a mí, al fin desnudos, le besé la frente y me dejé caer de espaldas en la cama, con una docilidad ajena a mis maneras, con miedo, con angustia, ingenua, trémula, vencida. Separó mis piernas y besó mis muslos con hambre atrasada, posó su rostro sobre mi sexo y empezó a lamerme con  un arrebato que me hizo estremecer. Pude ver con satisfacción cómo deslizaba su lengua sobre mi clítoris con infinito placer. Lo dejé beber de mis fluidos hasta perder la voluntad, me abandoné a mis sentidos y entre temblores y suspiros le regalé mi primer orgasmo.  


Vi su rostro complacido, sonriente, se dejó caer sobre mí, me besó la boca y en el descuido del beso me penetró con fuerza, grité complacida, aferró sus manos ásperas a mis caderas, las hizo suyas y las sacudió a un ritmo vertiginoso, impaciente, casi colérico, yo me mordía los labios, gemía y me sonreía con el gusto de una amante satisfecha, extasiada, incrédula. Abracé mis piernas a su cuello y sus caderas, lo dejé tenerme de todas las formas por el hombre conocidas, lo cabalgué con desesperación y desenfreno, hasta dejarlo domado, rendido, feliz, satisfecho, sentí el calor de su semen inundando mi vagina, nos amamos por casi una hora hasta que muertos de cansancio, nos desplomamos en la cama y nos quedamos despiertos.

RELATO ERÓTICO #2: ABEL


Era una tarde de miércoles particularmente nublada, recuerdo que había empezado a llover desde el lunes y tuve que obligarme a salir del apartamento para ir por un café al bar de la Calle Berlín que era el único abierto desde las tres. Me puse lo primero que encontré: un vestido negro de tirantes demasiado corto y con aquel clima supuse que seguramente me daría frío, de modo que me decidí a usar esas medias negras que hacía tiempo colgaban olvidadas en una percha al fondo del closet, unas botas militares, una bufanda y un suéter tejido para abrigarme, todo negro. Más allá de combinar el atuendo, pretendía disimular que tenía demasiada pereza para reparar en detalles. Tomé mi morral y caminé bajo la llovizna que en aquel momento me pareció inofensiva.  

Para cuando llegué al bar, estaba empapada, pero el aroma del café recién hecho que venía desde adentro me calentó el alma. Me abrí paso a través de la cortina de caracoles que cubría la entrada y caminé a través del pasillo oscurecido a propósito. Me detuve un momento a ver la exposición de pintura de esa semana, que como de costumbre estaba dispuesta cuadro tras cuadro en las paredes, alumbrados con una luz tenue a modo de galería. Eran unos desnudos en blanco y negro, recuerdo haber pensado que las tetas del cuadro número tres se parecían a las mías.

Bajé las gradas hasta el área de mesas. El ambiente allí era más oscuro que el de la entrada, siempre me había parecido estupenda esa idea de pintar las paredes de negro y alumbrar el entorno sólo con la luz necesaria para leer y no tropezar, tenía ese toque bohemio y desenfadado que emulaba a los bares europeos. A esa hora de la tarde el lugar estaba casi vacío y yo había llegado allí con el único propósito de tomarme un café y leer en completo silencio, en un rincón casi invisible a la luz de una vela.  

Me senté y en ese momento recordé que no había llevado ningún libro, afortunadamente a un lado de la barra estaba siempre una estantería con una selección bastante decente para pasar el rato. Volví sobre mis pasos y me detuve frente al anaquel de madera que hacía las veces de pequeña biblioteca y busqué con la mirada algo que me pareciera interesante y allí en medio de unas revistas “Selecciones”, estaba un Bestiario, me incliné para recogerlo, pero otra mano se me adelantó y lo tomó primero.

Volví la mirada con un poco de disgusto, frunciendo el entrecejo, dispuesta a reclamar mi hallazgo… y allí estaba, con esos ojos cafés, esos labios perfectos y una larga melena rizada sujeta con una coleta. Me sonrió y extendió la mano para regresarme el libro, me lo entregó y me dijo: “ya lo leí”, volvió a mirar al estante y tomó otro, me lo mostró y volvió a hablar: “este todavía no”. Era Octaedro. Le di las gracias, di la vuelta y maldije a Cortázar mientras regresaba a mi mesa conteniendo el aliento.

El mesero me aguardaba para cuando llegué a sentarme, pedí un café negro y encendí un cigarro, traté de concentrarme en el libro que tan amablemente aquel extraño me había cedido, pero no pude. Levanté la mirada y allí estaba, en la mesa justo frente a la mía… lo miré, me sonrió y volvió a su libro y juro que yo traté de volver al mío, pero al final de cada párrafo me regresaba al inicio y a esos ojos y a esa sonrisa y de nuevo al libro.

Para cuando llegó mi café, me había memorizado ya el paréntesis que encerraba aquellos labios y decidí por cuestiones de supervivencia, correr al baño para deshacerme de aquel embrujo mojándome la cara. Estaba tan absorta que en el trayecto tropecé con dos sillas. Cuando llegué, cerré la puerta y encendí la luz, por un momento pensé que lo mejor para tranquilizarme sería masturbarme allí, pero abandoné la idea de inmediato y decidí salir a hacerle frente a lo que viniera.

Me lavé la cara unas tres veces, me acomodé el cabello, abrí… y allí estaba, frente a la puerta, esperándome, mirándome, sonriendo, llegando sin ser invitado, pero sabiendo que sería bienvenido. No tuvimos que decir nada, lo dejé pasar como deje pasar con complacencia todo lo que vino después. Cerró la puerta tras de él y nos besamos con un impulso frenético, instintivo, casi devorándonos; sin tregua ni protocolos deslizó sus manos debajo de mi vestido, apretó mis nalgas, me arrancó las bragas y en unos segundos apresurados estábamos desnudos… Allí, poniéndome de espaldas contra la pared, me levantó por las caderas, abrazó mis piernas a su cintura y me penetró con una fuerza que me bloqueó los sentidos. 

Me aferré a él y me rendí ante la sensación del roce de su cuerpo, quería bebérmelo, embriagarme de ese aliento mezcla de café y tabaco, esa piel caliente con aroma a incienso. Recuerdo la tibia humedad de mi vagina, sus caderas golpeándome los muslos, el calor de su respiración agitada en mi cuello, sus dedos hundidos en mis nalgas, las pequeñas mordidas de sus dientes aferrados a mis pezones y ese ritmo incesante de su penetración, esa sensación deliciosa de tenerlo dentro de mí deslizándose de arriba abajo, mojándome, haciéndome sollozar sin tregua, robándome el aliento con cada gemido… y ese calor abrasador de su semen derramándose y escurriéndose, impregnándome con su esencia.

Cuando llegó la calma, estábamos embebidos de sudor, cansados, satisfechos, desnudos, impúdicos, ajenos pero cómplices, nos reímos y nos vestimos entre besos. Salimos de aquel baño con un disimulo imposible, el rubor del sexo recién consumado nos delataba, nos sentamos en mi mesa y en una servilleta me anotó su número: “Me tengo que ir”, me dijo, “llamáme”. Me besó, sonrió, fue por las cosas que había dejado en su mesa y caminó a la salida, se volvió, me miró y sonrió por última vez y me dijo adiós agitando la mano.


Miré la servilleta y vi su nombre: Abel. Salí del bar con esa sensación de haber conquistado el mundo, aún llovía, pero caminé sin prisas de regreso hasta mi apartamento, en ese momento la lluvia era lo de menos. Cuando llegué, me quité la ropa mojada y busqué una toalla para secarme, recordé el número en la servilleta, pero cuando la busqué, el agua había deshecho todo rastro de ella… Jamás volví a encontrarlo, hay cosas que están destinadas a no ser. 

RELATO ERÓTICO #3: LILIANA.


Ernesto y yo nos conocíamos desde niños, fue el primero que me tocó las tetas, habíamos sido esa clase de novios que se manosean con la ingenuidad de no saber exactamente lo que están haciendo. Eran tiempos más inocentes y al descubrir de la mano nuestra sexualidad quedamos para siempre en el recuerdo del otro; pero uno crece y la vida encuentra la manera de poner distancia. Con el tiempo dejamos de vernos, incluso de hablarnos, para cuando cumplió los 15 se mudó y no volví a saber de él.

Pasaron los años y pasó la vida y un día de casualidades, me encontré por la calle con uno de sus hermanos y aproveché la oportunidad para preguntar por él y de paso pedir su número para contactarlo. Esa misma tarde le llamé. No reconocí su voz, la última vez que lo escuché hablar él tenía 14 y de alguna manera yo tenía registrado en mi memoria ese tono chillón que define en los varones la llegada de la adolescencia. Me sentí estúpida cuando después de su “Hola”, yo pregunté: “¿No sabes quién te habla?”, obviamente respondió que no. Traté de reparar el daño y me identifiqué: “Soy Vero”.

Cuando tuvo certeza de quién le llamaba, su tono de voz se volvió efusivo, nos saludamos como viejos amigos y acordamos salir a tomar un café. Ese día nos volvimos amantes. Desde el primer momento compartimos una franca complicidad, siempre estábamos abiertos a experimentar cosas y un día se nos ocurrió invitar a alguien más a acompañarnos en la cama. Tomó ventaja de mi bisexualidad para proponerme a una de sus amigas, no tuvimos que pensarlo mucho, él conocía a la indicada.

Se llamaba Liliana, hablé con ella un par de veces e intercambiamos fotografías antes de conocernos. Hasta donde yo podía ver, tenía un cuerpo precioso y eso sirvió para alimentar la fantasía. Acordamos pasar un sábado los tres juntos en la casa de campo donde Ernesto y yo nos veíamos, fuimos por ella a las 9 de la mañana, no esperaba de pie a la orilla de la calle, vestía unos jeans negros, una blusa blanca y zapatos deportivos. Era hermosa, de cabello largo y oscuro con mechas doradas, labios carnosos y ojos cafés enormes y rasgados, menuda, morena y de voz suave y pausada, cuando sonreía se podía ver uno de sus colmillos asomándose graciosamente en el contorno de sus labios.

Cuando llegamos a la casa era evidente que estaba nerviosa, era su primera vez con otra mujer y su incomodidad era evidente. La tomé de la mano y la llevé escaleras arriba hasta la habitación principal donde estaba la cama grande, Ernesto nos siguió, más que excitado, preocupado por la dinámica entre nosotras dos. Una vez estuvimos sentadas en la cama, me acerqué para besarla, le acaricié el rostro y su piel estaba fría pero era claro que estaba dispuesta, correspondió mi beso  apasionadamente y su mano derecha se deslizó hacia mi cintura, pude sentir como temblaba pero eso no la detuvo, se apretó contra mi pecho y nos fundimos en un abrazo.

Con impaciencia pero con esa delicadeza que caracteriza el sexo entre mujeres, empezamos a desvestirnos mutuamente. Primero la blusa y luego el sostén dejando al descubierto nuestros senos de pezones oscuros, nos despojamos del resto de la ropa recostadas en la cama, repartiéndonos besos por todo el cuerpo, tocándonos, descubriéndonos, para cuando terminamos de desnudarnos nos mirábamos con tantas ganas que nos olvidamos de Ernesto que impávido nos observaba al pie de la cama con una erección debajo de sus pantalones.

Liliana tenía unos pechos perfectamente redondos, como dos naranjas coronadas con un besito de chocolate, le acaricié los pezones suavemente con la yema de los dedos y empecé a lamerlos como quien degusta su helado favorito, me detuve un segundo para observarla y noté que tenía la respiración agitada pero observaba con morbosa curiosidad como yo me deslizaba hacia su vientre, hacia su pubis, hacia su sexo. Abrí sus piernas para dejar al descubierto un monte de venus perfectamente depilado, su clítoris rosa se asomaba apetitoso y altivo en la parte superior de sus labios menores, esperando, listo para ser devorado.

Posé la punta de mi lengua sobre su pequeño botón rosa y con movimientos cadenciosos me propuse ofrecerle todas las delicias que mi bien entrenada boca podía procurarle, me bebí con hambre los fluidos tibios que manaron de su vagina. Complacida escuchaba sus gemidos, percibía el ritmo vertiginoso de sus caderas, impaciente, eufórica. Disfrutaba la tensión de sus piernas sobre mis hombros, pude sentir los espasmos que anuncian la llegada del clímax y cuando estuvo plenamente satisfecha, le besé los muslos, el vientre, las caderas, la cintura, apreté sus senos, lamí su cuello, me embriagué de su perfume, saboreé sus labios, nos volvimos una, nos abrazamos, nos besamos, nos enrollamos una a la otra, rozamos los senos entre gestos de lujuria y cuando finalmente terminamos de explorarnos, invitamos a Ernesto a acompañarnos en la cama… Pero esa es otra historia.

PORNOGRAFÍA VENGATIVA, EL ÚLTIMO RECURSO DE LOS COBARDES


"Todo cuanto sobre las mujeres han escrito los hombres,
debe tenerse por sospechoso, puesto que son juez y parte a la vez".
POULAN DE LA BARRE.

Un año exacto ha pasado desde que fue noticia de titulares, la humillación pública de una mujer víctima de la pornografía vengativa. Ahora, de nueva cuenta, los medios de comunicación virtual encienden la hoguera como en los tiempos de la Santa Inquisición, con el agravante que esta vez se trata de mujer vinculada a la política nacional. Hordas de cibernautas hambrientos, se aglomeran pidiendo a golpe de teclado “un link” que les permita tomar parte del acontecimiento: Un seno expuesto, una cadera, una insinuación de vulva, lo que sea para saciar el morbo. La polémica está servida y tiene muchos comensales.

La pornografía vengativa es la difusión de un contenido de naturaleza sexual que ha sido divulgado sin el consentimiento de quien aparece en él. Es la forma perfecta de denigrar públicamente a una persona, exponiendo su intimidad a cualquiera que tenga acceso a una plataforma virtual, es el recurso de los cobardes cuyas frustraciones personales les orillan a externar su evidente resentimiento de la manera más miserable.

Paradójicamente, cuando la figura expuesta es la de un hombre, todos lo celebran, se leen las ovaciones de los que glorifican la hazaña, como si se tratase de un espartano regresando victorioso de la guerra. Pero si se trata de una mujer, las injurias no se hacen esperar, la misoginia latente en sus podridos corazones se manifiesta ipso facto, esperan su turno para dejar plasmados sus discursos soeces, descargan en la mujer expuesta sus más infames lascivias, su morboso desprecio por la desnudez y la sexualidad femenina en cualquiera de sus manifestaciones.

“Es una puta”, dicen unos, “no se da a respetar”, comentan otros, “¿para qué se dejan grabar?”, argumentan los más condescendientes. Siempre se desplaza la culpa hacia la mujer, porque nadie se ha preguntado quién difundió el video. De alguna manera nadie responsabiliza a quien comete el delito de Difusión de Pornografía, claramente tipificado en el artículo 51 de La Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres. A nadie le importa, porque quien despierta hostilidad es el cuerpo femenino, esa desnudez impúdica y perversa que los incita a evocar sus instintos más primitivos, y sus más inicuos desenfrenos, la desean y la condenan al mismo tiempo.

Un particular fenómeno se suscita cuando estas noticias aparecen en primera plana, si los ultrajes llegan desde un emisor masculino, tendemos a racionalizarlo y no porque esté bien o porque sea correcto, sino porque sabemos que a ellos la sociedad los entrena sistemáticamente para reproducir actitudes desdeñosas y a veces crueles contra la mujer. Resulta incluso gratificante cuando se lee que un hombre reivindica las libertades femeninas y reprende a sus congéneres por los tratos denigrantes que aquellos profieren. Lo verdaderamente nefasto es observar cuando son las mismas mujeres quienes agreden, condenan y ridiculizan a otras mujeres por ser víctimas de exposición mediática.

Las mujeres que no se solidarizan con otras mujeres que son víctimas de la cultura machista, están asimiladas a un sistema que les dice cómo deben vestirse para no ser violadas, cómo tienen que hablar para no ser insultadas, cómo tienen que comportarse para no ser desacreditadas, cómo tienen que vivir para ser aceptadas. En conclusión, aceptan dócilmente que alguien le diga qué hacer y renuncian con complacencia a su sagrado derecho de ser ellas mismas, se adaptan a las reglas de los hombres, han perdido la capacidad de pensar y decidir por sí mismas, han cedido a otros el derecho a pensar por ellas. En ese orden de ideas, en alguna medida justifican y contribuyen a un sistema que tarde o temprano les dará la espalda, las señalará y las condenará como ahora ellas condenan.

Tres cosas tengo que decir respeto del caso del video sexual donde pudiera aparecer o no, la Licenciada Cristales:
  1. Si no es ella la que aparece en el video, está en todo su derecho de activar los mecanismos que la ley le habilita para aclarar el caso.
  2. Si es ella la que aparece en el video y lo niega, no la culpo, la justifico, porque ninguna mujer en sus cinco sentidos querría exponerse a la lapidación mediática, en un país donde es mal visto tener vagina y disfrutar del placer de tener una, es un pecado mortal que debe ser castigado con la humillación pública.
  3. Si es usted de los que dice que "para qué se dejó filmar",  necesita revisar y reflexionar mejor sus argumentos. Es preciso que la sociedad en general entienda que cuando una mujer consiente en el acto de registrar sus actividades sexuales a través de medios audiovisuales, no habilita implícitamente la difusión de ese material, se entiende un pacto tácito de confidencialidad entre los participantes y quien viola ese acuerdo comete un delito y además ejecuta un acto de cobardía, es a él a quien hay que juzgar.

Es preciso que como mujeres nos solidaricemos y dejemos de lado esos burdos prejuicios, despojemos a la sociedad y a los medios de ese poder que usan para denigrarnos y avergonzarnos a través de nuestra sexualidad. Sentido común señoras y señores, coherencia y un poco de empatía, eso es lo que nos falta como sociedad.


EL ABORTO EN EL PAÍS QUE ODIA A LAS MUJERES


Una estudiante tuvo un presunto aborto en un Centro Escolar, se encontró el bebé de seis meses de gestación aún con vida en el baño de niñas, pero falleció minutos después. Se ignoran los pormenores del acontecimiento, los medios escritos en redes sociales, especulan sobre la naturaleza del hallazgo, algunos dicen que fue encontrado en el tanque del inodoro, otros dicen que en la taza del mismo. Aborto natural o provocado, no se sabe, lo que sí se sabe con toda certeza es que la menor ha sido ya detenida, acusada de homicidio. Así, sin más, esa es la ley.

La condena pública no se ha hecho esperar. En los comentarios de las diferentes publicaciones que detallan la noticia, se lee: “!Putiyas!, ¿por qué no cierran las patas?”, “Bichas putas, ¿por qué no usan condón?, “!Asesina!, que le den  la pena de muerte”. Y así por el estilo, a cual más condenatorio, sin esperar el dictamen pericial o el informe policial que determina las causas, sin escuchar razones, es automáticamente culpable. Porque en mi país, las mujeres son automáticamente culpables de todo lo que se les acusa, son malas porque sí y de resultar absueltas, el estigma social las persigue de por vida, ante la mirada pública son unas eternas culpables.

Esta noticia me ha hecho recordar un episodio particular que tuvo lugar durante mi embarazo y se los comparto a continuación:

En ese período, sufrí dos amenazas de aborto, una de ellas, la más grave, fue en el cuarto mes de gestación. El sangrado era tan profuso que para poder salvar la vida de mi hijo, fue necesario ingresarme de emergencia en el Hospital Zacamil. En la habitación que me asignaron para reposar, se encontraban ya otras tres mujeres, una de ellas de más o menos treinta años que aún estaba embarazada y dos más, ambas unas niñas de más o menos dieciséis años – cuando mucho – que habían tenido abortos y estaban recuperándose del procedimiento de legrado.  

Dado que las circunstancias por las que nos encontrábamos allí, eran similares, intercambiamos experiencias. La mayor, era una señora casada y tenía ya un bebé de dos años, éste era su segundo embarazo y padecía preeclampsia, su caso era como el de muchas mujeres que atraviesan una gestación de alto riesgo. Las otras dos, eran muchachas muy humildes que residían el área rural a las afueras de San Salvador, ambas me narraron sus historias y debo apuntar que esos dos testimonios desgarradores, son quizás los que determinaron mi activismo en favor de los derechos de las mujeres.
 
La primera, me contó que desde hacía dos años tenía un noviazgo con un hombre casado de 42 años, él era su maestro en la escuela donde ella cursaba el noveno grado. Si las matemáticas no me fallan, ella contaba con sólo catorce años cuando la relación inició. Me dijo que en un principio no se sentía atraída por él, pero que siempre que terminaban las clases, él le pedía que se quedara sacudiendo los borradores y arreglando los pupitres. Me narró cómo su profesor cerraba la puerta del salón y la arrinconaba para besarla y manosearla; me confesó que al principio sentía miedo, pero que con el tiempo fue cediendo, más por cansancio que por ganas y finalmente la había convencido de tener relaciones sexuales.

“Es amable conmigo”, me explicaba, bajando la mirada, como si tratara de convencerse a sí misma. “Me da para los cuadernos y para que compre en el recreo, me compra lociones y blumers, porque en mi casa no me dan pisto para que lleve a la escuela, nosotros somos pobres”. Esas fueron exactamente sus palabras. “Esta es la segunda vez que salgo embarazada”, continuó diciendo con tono de vergüenza… “pero él me da pastillas para que se me venga el niño”. ¿Por qué no usa condón?, le pregunté; “porque dice que no le gusta porque no se siente lo mismo”, me respondió tímidamente.

Se me hizo un nudo en la garganta, sentí repulsión, no podía dar crédito a lo que escuchaban mis oídos. Quería decirle que eso estaba mal y que debía denunciar, pero casi de inmediato la otra niña empezó a hablar: “A mí me agarró el muchacho con el que vivo cuando venía de la escuela, me tiró al suelo y allí en un matorral me desvirgó, lloré bastante porque me dolió y me rompió todo el uniforme, entonces me dijo que así en la casa ya no me iban a querer mis papás y que mejor me fuera con él. Yo me quiero regresar donde mi mamy porque él me pega, pero no me deja que me vaya, me dice que me va a matar. Una vez fui a la unidad de salud a traer pastillas para planificar, pero cuando me las encontró las tiró al fuego porque dice que para andar de puta las quiero, pero no es por eso, es que no se me pegan los niños, con este ya son cuatro que se me vienen”.

En ese entonces, yo tenía veinte años, esas realidades me resultaban ajenas y no podía hacer mucho más allá de indignarme; me tomó años entender que todas las mujeres sufrimos una cuota de violencia, pero unas más que otras. Por eso me enfurece la condena de quienes permanecen indiferentes ante los abusos pero son prestos a juzgar, no les importan los motivos, no les interesan las razones, quieren ver correr sangre y si es la de una mujer, todavía mejor. Cuando las violan, es su culpa, cuando las matan es porque ellas no se fijan con quien se meten, cuando las golpean es porque les gusta, cuando las embarazan es por calientes y cuando abortan es porque son malas mujeres, perras desalmadas que no merecen compasión… Cuanta hipocresía.  

¿Alguno de los que me lee, se ha detenido una sola vez en su vida a preguntarse el tipo de vida que tienen estas muchachas?, ¿cómo se embarazan?, ¿cómo terminan vinculadas a un maltratador?, ¿por qué ocultan sus vientres abultados debajo del uniforme escolar?. Supongo que muy pocos, porque juzgar es más sencillo, es cómodo y conveniente… bendita ignorancia, bendita indiferencia.

El Estado no les proporciona una adecuada educación en salud sexual y reproductiva, en las Unidades de Salud, muchas veces les niegan los anticonceptivos si no llegan acompañadas de sus padres, las iglesias satanizan la sexualidad y el uso de contracepción, sus familias las rechazan y la sociedad las condena. En definitiva, están solas, estigmatizadas y por siempre culpables de aquello de lo que no son las únicas responsables, así son las cosas en el país que odia a las mujeres.




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La primera vez que me acosaron tenía yo 4 años, recuerdo que tenía esa edad porque mi hermana no había nacido aún, pero yo ya sabía and...