RELATO ERÓTICO #2: ABEL
Era una tarde de miércoles
particularmente nublada, recuerdo que había empezado a llover desde el lunes y
tuve que obligarme a salir del apartamento para ir por un café al bar de la
Calle Berlín que era el único abierto desde las tres. Me puse lo primero que
encontré: un vestido negro de tirantes demasiado corto y con aquel clima supuse
que seguramente me daría frío, de modo que me decidí a usar esas medias negras
que hacía tiempo colgaban olvidadas en una percha al fondo del closet, unas
botas militares, una bufanda y un suéter tejido para abrigarme, todo negro. Más
allá de combinar el atuendo, pretendía disimular que tenía demasiada pereza
para reparar en detalles. Tomé mi morral y caminé bajo la llovizna que en aquel
momento me pareció inofensiva.
Para cuando llegué al bar, estaba
empapada, pero el aroma del café recién hecho que venía desde adentro me
calentó el alma. Me abrí paso a través de la cortina de caracoles que cubría la
entrada y caminé a través del pasillo oscurecido a propósito. Me detuve un
momento a ver la exposición de pintura de esa semana, que como de costumbre
estaba dispuesta cuadro tras cuadro en las paredes, alumbrados con una luz
tenue a modo de galería. Eran unos desnudos en blanco y negro, recuerdo haber
pensado que las tetas del cuadro número tres se parecían a las mías.
Bajé las gradas hasta el área de mesas.
El ambiente allí era más oscuro que el de la entrada, siempre me había parecido
estupenda esa idea de pintar las paredes de negro y alumbrar el entorno sólo
con la luz necesaria para leer y no tropezar, tenía ese toque bohemio y
desenfadado que emulaba a los bares europeos. A esa hora de la tarde el lugar
estaba casi vacío y yo había llegado allí con el único propósito de tomarme un
café y leer en completo silencio, en un rincón casi invisible a la luz de una
vela.
Me senté y en ese momento recordé
que no había llevado ningún libro, afortunadamente a un lado de la barra estaba
siempre una estantería con una selección bastante decente para pasar el rato. Volví
sobre mis pasos y me detuve frente al anaquel de madera que hacía las veces de
pequeña biblioteca y busqué con la mirada algo que me pareciera interesante y
allí en medio de unas revistas “Selecciones”, estaba un Bestiario, me incliné
para recogerlo, pero otra mano se me adelantó y lo tomó primero.
Volví la mirada con un poco de disgusto,
frunciendo el entrecejo, dispuesta a reclamar mi hallazgo… y allí estaba, con
esos ojos cafés, esos labios perfectos y una larga melena rizada sujeta con una
coleta. Me sonrió y extendió la mano para regresarme el libro, me lo entregó y
me dijo: “ya lo leí”, volvió a mirar al estante y tomó otro, me lo mostró y
volvió a hablar: “este todavía no”. Era Octaedro. Le di las gracias, di la
vuelta y maldije a Cortázar mientras regresaba a mi mesa conteniendo el aliento.
El mesero me aguardaba para
cuando llegué a sentarme, pedí un café negro y encendí un cigarro, traté de
concentrarme en el libro que tan amablemente aquel extraño me había cedido,
pero no pude. Levanté la mirada y allí estaba, en la mesa justo frente a la mía…
lo miré, me sonrió y volvió a su libro y juro que yo traté de volver al mío,
pero al final de cada párrafo me regresaba al inicio y a esos ojos y a esa
sonrisa y de nuevo al libro.
Para cuando llegó mi café, me había
memorizado ya el paréntesis que encerraba aquellos labios y decidí por
cuestiones de supervivencia, correr al baño para deshacerme de aquel embrujo
mojándome la cara. Estaba tan absorta que en el trayecto tropecé con dos sillas.
Cuando llegué, cerré la puerta y encendí la luz, por un momento pensé que lo
mejor para tranquilizarme sería masturbarme allí, pero abandoné la idea de
inmediato y decidí salir a hacerle frente a lo que viniera.
Me lavé la cara unas tres veces,
me acomodé el cabello, abrí… y allí estaba, frente a la puerta, esperándome,
mirándome, sonriendo, llegando sin ser invitado, pero sabiendo que sería
bienvenido. No tuvimos que decir nada, lo dejé pasar como deje pasar con
complacencia todo lo que vino después. Cerró la puerta tras de él y nos besamos
con un impulso frenético, instintivo, casi devorándonos; sin tregua ni
protocolos deslizó sus manos debajo de mi vestido, apretó mis nalgas, me
arrancó las bragas y en unos segundos apresurados estábamos desnudos… Allí,
poniéndome de espaldas contra la pared, me levantó por las caderas, abrazó mis
piernas a su cintura y me penetró con una fuerza que me bloqueó los
sentidos.
Me aferré a él y me rendí ante la
sensación del roce de su cuerpo, quería bebérmelo, embriagarme de ese aliento
mezcla de café y tabaco, esa piel caliente con aroma a incienso. Recuerdo la
tibia humedad de mi vagina, sus caderas golpeándome los muslos, el calor de su
respiración agitada en mi cuello, sus dedos hundidos en mis nalgas, las
pequeñas mordidas de sus dientes aferrados a mis pezones y ese ritmo incesante
de su penetración, esa sensación deliciosa de tenerlo dentro de mí deslizándose
de arriba abajo, mojándome, haciéndome sollozar sin tregua, robándome el
aliento con cada gemido… y ese calor abrasador de su semen derramándose y
escurriéndose, impregnándome con su esencia.
Cuando llegó la calma, estábamos
embebidos de sudor, cansados, satisfechos, desnudos, impúdicos, ajenos pero
cómplices, nos reímos y nos vestimos entre besos. Salimos de aquel baño con un
disimulo imposible, el rubor del sexo recién consumado nos delataba, nos
sentamos en mi mesa y en una servilleta me anotó su número: “Me tengo que ir”,
me dijo, “llamáme”. Me besó, sonrió, fue por las cosas que había dejado en su
mesa y caminó a la salida, se volvió, me miró y sonrió por última vez y me dijo
adiós agitando la mano.
Miré la servilleta y vi su
nombre: Abel. Salí del bar con esa sensación de haber conquistado el mundo, aún
llovía, pero caminé sin prisas de regreso hasta mi apartamento, en ese momento
la lluvia era lo de menos. Cuando llegué, me quité la ropa mojada y busqué una
toalla para secarme, recordé el número en la servilleta, pero cuando la busqué,
el agua había deshecho todo rastro de ella… Jamás volví a encontrarlo, hay
cosas que están destinadas a no ser.
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