RELATO ERÓTICO #1: El Escritor


La primera vez que lo vi, contaba yo dieciocho tiernos años y él era bastante mayor. Frecuentábamos los mismos círculos, pero nunca cruzamos palabra. Me gustaba verlo leer, memoricé sus gestos y sus rasgos, las líneas de expresión que ya empezaban a surgir alrededor de sus ojos, la tozudez de sus manos y aquel tono de voz como de catarro descuidado con el que leía sus versos. Como un acto enfermizo, casi masoquista, me enamoré. Pero nunca me miró.

Como pasa siempre con los afectos no correspondidos, eventualmente perdí el interés y mi vida siguió su curso, y un día, así sin más, dejé de pensar en él. Dos décadas más tarde lo encontré de casualidad, conservaba la misma mirada, la misma sonrisa, los mismos ojos castaños y a pesar de su cabello ya encanecido, para mí continuaba siendo el mismo.

Nos miramos. Me sonrió y pasó de largo, pero esta vez me negué a ser invisible y decidí escribirle. Fue un texto corto, pero directo: “Cuando era una niña, estaba enamorada de vos”. No respondió de inmediato. Más tarde me confesó que se tomó su tiempo porque no sabía qué responder y cuando finalmente se decidió a escribirme, lo hizo con una sola frase: “¿Y ahora?”; a lo que yo contesté: “Ahora, no sé”.

Y fue así como empezamos a escribirnos, con ese entusiasmo del descubrimiento que no cambia con los años. Sabía que debía ser cauta, pero me sorprendía a ratos mirándolo embobada, con ojos de ternura, con cariño, con admiración. En honor a la verdad, debo decir que no quería ser prudente, quería verlo, tocarlo, olerlo, besarlo, tenerlo, quería sentir el roce de su cuerpo cálido entre mis piernas, quería poseerlo, lo quería mío, lo deseaba eterno.

El día que nos encontramos solos en aquella habitación, supe que de nada habían servido todas mis reservas; me sentí ansiosa, asustada, indefensa. Se acercó con esas sus maneras bruscas y me besó, acuné su rostro entre las palmas de mis manos, me miré en sus ojos y sentí unas ganas perversas de quererlo, más de lo que ya muchas en sus largos días lo habrían querido.

Con un gesto delicado, me volteó, poniendo mi espalda contra su pecho y rodeó con sus brazos mi cintura, me apretó y sentí el cosquilleo de su barba acariciando mi cuello mientras me quitaba la blusa… sin prisas, soltó mi sostén y liberó mis senos, los acarició con un suave masaje circular que me erizó la piel, para luego apretarlos con una voracidad que me hizo emitir un gemido silencioso, deslizó sus manos hacia mis caderas, se puso de rodillas y mientras me bajaba el pantalón, me besaba las nalgas clavando sus dientes con pequeñas mordidas.

Lo ayudé con esa tarea laboriosa de despojarse de las últimas ropas. Lo tuve frente a mí, al fin desnudos, le besé la frente y me dejé caer de espaldas en la cama, con una docilidad ajena a mis maneras, con miedo, con angustia, ingenua, trémula, vencida. Separó mis piernas y besó mis muslos con hambre atrasada, posó su rostro sobre mi sexo y empezó a lamerme con  un arrebato que me hizo estremecer. Pude ver con satisfacción cómo deslizaba su lengua sobre mi clítoris con infinito placer. Lo dejé beber de mis fluidos hasta perder la voluntad, me abandoné a mis sentidos y entre temblores y suspiros le regalé mi primer orgasmo.  


Vi su rostro complacido, sonriente, se dejó caer sobre mí, me besó la boca y en el descuido del beso me penetró con fuerza, grité complacida, aferró sus manos ásperas a mis caderas, las hizo suyas y las sacudió a un ritmo vertiginoso, impaciente, casi colérico, yo me mordía los labios, gemía y me sonreía con el gusto de una amante satisfecha, extasiada, incrédula. Abracé mis piernas a su cuello y sus caderas, lo dejé tenerme de todas las formas por el hombre conocidas, lo cabalgué con desesperación y desenfreno, hasta dejarlo domado, rendido, feliz, satisfecho, sentí el calor de su semen inundando mi vagina, nos amamos por casi una hora hasta que muertos de cansancio, nos desplomamos en la cama y nos quedamos despiertos.

RELATO ERÓTICO #2: ABEL


Era una tarde de miércoles particularmente nublada, recuerdo que había empezado a llover desde el lunes y tuve que obligarme a salir del apartamento para ir por un café al bar de la Calle Berlín que era el único abierto desde las tres. Me puse lo primero que encontré: un vestido negro de tirantes demasiado corto y con aquel clima supuse que seguramente me daría frío, de modo que me decidí a usar esas medias negras que hacía tiempo colgaban olvidadas en una percha al fondo del closet, unas botas militares, una bufanda y un suéter tejido para abrigarme, todo negro. Más allá de combinar el atuendo, pretendía disimular que tenía demasiada pereza para reparar en detalles. Tomé mi morral y caminé bajo la llovizna que en aquel momento me pareció inofensiva.  

Para cuando llegué al bar, estaba empapada, pero el aroma del café recién hecho que venía desde adentro me calentó el alma. Me abrí paso a través de la cortina de caracoles que cubría la entrada y caminé a través del pasillo oscurecido a propósito. Me detuve un momento a ver la exposición de pintura de esa semana, que como de costumbre estaba dispuesta cuadro tras cuadro en las paredes, alumbrados con una luz tenue a modo de galería. Eran unos desnudos en blanco y negro, recuerdo haber pensado que las tetas del cuadro número tres se parecían a las mías.

Bajé las gradas hasta el área de mesas. El ambiente allí era más oscuro que el de la entrada, siempre me había parecido estupenda esa idea de pintar las paredes de negro y alumbrar el entorno sólo con la luz necesaria para leer y no tropezar, tenía ese toque bohemio y desenfadado que emulaba a los bares europeos. A esa hora de la tarde el lugar estaba casi vacío y yo había llegado allí con el único propósito de tomarme un café y leer en completo silencio, en un rincón casi invisible a la luz de una vela.  

Me senté y en ese momento recordé que no había llevado ningún libro, afortunadamente a un lado de la barra estaba siempre una estantería con una selección bastante decente para pasar el rato. Volví sobre mis pasos y me detuve frente al anaquel de madera que hacía las veces de pequeña biblioteca y busqué con la mirada algo que me pareciera interesante y allí en medio de unas revistas “Selecciones”, estaba un Bestiario, me incliné para recogerlo, pero otra mano se me adelantó y lo tomó primero.

Volví la mirada con un poco de disgusto, frunciendo el entrecejo, dispuesta a reclamar mi hallazgo… y allí estaba, con esos ojos cafés, esos labios perfectos y una larga melena rizada sujeta con una coleta. Me sonrió y extendió la mano para regresarme el libro, me lo entregó y me dijo: “ya lo leí”, volvió a mirar al estante y tomó otro, me lo mostró y volvió a hablar: “este todavía no”. Era Octaedro. Le di las gracias, di la vuelta y maldije a Cortázar mientras regresaba a mi mesa conteniendo el aliento.

El mesero me aguardaba para cuando llegué a sentarme, pedí un café negro y encendí un cigarro, traté de concentrarme en el libro que tan amablemente aquel extraño me había cedido, pero no pude. Levanté la mirada y allí estaba, en la mesa justo frente a la mía… lo miré, me sonrió y volvió a su libro y juro que yo traté de volver al mío, pero al final de cada párrafo me regresaba al inicio y a esos ojos y a esa sonrisa y de nuevo al libro.

Para cuando llegó mi café, me había memorizado ya el paréntesis que encerraba aquellos labios y decidí por cuestiones de supervivencia, correr al baño para deshacerme de aquel embrujo mojándome la cara. Estaba tan absorta que en el trayecto tropecé con dos sillas. Cuando llegué, cerré la puerta y encendí la luz, por un momento pensé que lo mejor para tranquilizarme sería masturbarme allí, pero abandoné la idea de inmediato y decidí salir a hacerle frente a lo que viniera.

Me lavé la cara unas tres veces, me acomodé el cabello, abrí… y allí estaba, frente a la puerta, esperándome, mirándome, sonriendo, llegando sin ser invitado, pero sabiendo que sería bienvenido. No tuvimos que decir nada, lo dejé pasar como deje pasar con complacencia todo lo que vino después. Cerró la puerta tras de él y nos besamos con un impulso frenético, instintivo, casi devorándonos; sin tregua ni protocolos deslizó sus manos debajo de mi vestido, apretó mis nalgas, me arrancó las bragas y en unos segundos apresurados estábamos desnudos… Allí, poniéndome de espaldas contra la pared, me levantó por las caderas, abrazó mis piernas a su cintura y me penetró con una fuerza que me bloqueó los sentidos. 

Me aferré a él y me rendí ante la sensación del roce de su cuerpo, quería bebérmelo, embriagarme de ese aliento mezcla de café y tabaco, esa piel caliente con aroma a incienso. Recuerdo la tibia humedad de mi vagina, sus caderas golpeándome los muslos, el calor de su respiración agitada en mi cuello, sus dedos hundidos en mis nalgas, las pequeñas mordidas de sus dientes aferrados a mis pezones y ese ritmo incesante de su penetración, esa sensación deliciosa de tenerlo dentro de mí deslizándose de arriba abajo, mojándome, haciéndome sollozar sin tregua, robándome el aliento con cada gemido… y ese calor abrasador de su semen derramándose y escurriéndose, impregnándome con su esencia.

Cuando llegó la calma, estábamos embebidos de sudor, cansados, satisfechos, desnudos, impúdicos, ajenos pero cómplices, nos reímos y nos vestimos entre besos. Salimos de aquel baño con un disimulo imposible, el rubor del sexo recién consumado nos delataba, nos sentamos en mi mesa y en una servilleta me anotó su número: “Me tengo que ir”, me dijo, “llamáme”. Me besó, sonrió, fue por las cosas que había dejado en su mesa y caminó a la salida, se volvió, me miró y sonrió por última vez y me dijo adiós agitando la mano.


Miré la servilleta y vi su nombre: Abel. Salí del bar con esa sensación de haber conquistado el mundo, aún llovía, pero caminé sin prisas de regreso hasta mi apartamento, en ese momento la lluvia era lo de menos. Cuando llegué, me quité la ropa mojada y busqué una toalla para secarme, recordé el número en la servilleta, pero cuando la busqué, el agua había deshecho todo rastro de ella… Jamás volví a encontrarlo, hay cosas que están destinadas a no ser. 

RELATO ERÓTICO #3: LILIANA.


Ernesto y yo nos conocíamos desde niños, fue el primero que me tocó las tetas, habíamos sido esa clase de novios que se manosean con la ingenuidad de no saber exactamente lo que están haciendo. Eran tiempos más inocentes y al descubrir de la mano nuestra sexualidad quedamos para siempre en el recuerdo del otro; pero uno crece y la vida encuentra la manera de poner distancia. Con el tiempo dejamos de vernos, incluso de hablarnos, para cuando cumplió los 15 se mudó y no volví a saber de él.

Pasaron los años y pasó la vida y un día de casualidades, me encontré por la calle con uno de sus hermanos y aproveché la oportunidad para preguntar por él y de paso pedir su número para contactarlo. Esa misma tarde le llamé. No reconocí su voz, la última vez que lo escuché hablar él tenía 14 y de alguna manera yo tenía registrado en mi memoria ese tono chillón que define en los varones la llegada de la adolescencia. Me sentí estúpida cuando después de su “Hola”, yo pregunté: “¿No sabes quién te habla?”, obviamente respondió que no. Traté de reparar el daño y me identifiqué: “Soy Vero”.

Cuando tuvo certeza de quién le llamaba, su tono de voz se volvió efusivo, nos saludamos como viejos amigos y acordamos salir a tomar un café. Ese día nos volvimos amantes. Desde el primer momento compartimos una franca complicidad, siempre estábamos abiertos a experimentar cosas y un día se nos ocurrió invitar a alguien más a acompañarnos en la cama. Tomó ventaja de mi bisexualidad para proponerme a una de sus amigas, no tuvimos que pensarlo mucho, él conocía a la indicada.

Se llamaba Liliana, hablé con ella un par de veces e intercambiamos fotografías antes de conocernos. Hasta donde yo podía ver, tenía un cuerpo precioso y eso sirvió para alimentar la fantasía. Acordamos pasar un sábado los tres juntos en la casa de campo donde Ernesto y yo nos veíamos, fuimos por ella a las 9 de la mañana, no esperaba de pie a la orilla de la calle, vestía unos jeans negros, una blusa blanca y zapatos deportivos. Era hermosa, de cabello largo y oscuro con mechas doradas, labios carnosos y ojos cafés enormes y rasgados, menuda, morena y de voz suave y pausada, cuando sonreía se podía ver uno de sus colmillos asomándose graciosamente en el contorno de sus labios.

Cuando llegamos a la casa era evidente que estaba nerviosa, era su primera vez con otra mujer y su incomodidad era evidente. La tomé de la mano y la llevé escaleras arriba hasta la habitación principal donde estaba la cama grande, Ernesto nos siguió, más que excitado, preocupado por la dinámica entre nosotras dos. Una vez estuvimos sentadas en la cama, me acerqué para besarla, le acaricié el rostro y su piel estaba fría pero era claro que estaba dispuesta, correspondió mi beso  apasionadamente y su mano derecha se deslizó hacia mi cintura, pude sentir como temblaba pero eso no la detuvo, se apretó contra mi pecho y nos fundimos en un abrazo.

Con impaciencia pero con esa delicadeza que caracteriza el sexo entre mujeres, empezamos a desvestirnos mutuamente. Primero la blusa y luego el sostén dejando al descubierto nuestros senos de pezones oscuros, nos despojamos del resto de la ropa recostadas en la cama, repartiéndonos besos por todo el cuerpo, tocándonos, descubriéndonos, para cuando terminamos de desnudarnos nos mirábamos con tantas ganas que nos olvidamos de Ernesto que impávido nos observaba al pie de la cama con una erección debajo de sus pantalones.

Liliana tenía unos pechos perfectamente redondos, como dos naranjas coronadas con un besito de chocolate, le acaricié los pezones suavemente con la yema de los dedos y empecé a lamerlos como quien degusta su helado favorito, me detuve un segundo para observarla y noté que tenía la respiración agitada pero observaba con morbosa curiosidad como yo me deslizaba hacia su vientre, hacia su pubis, hacia su sexo. Abrí sus piernas para dejar al descubierto un monte de venus perfectamente depilado, su clítoris rosa se asomaba apetitoso y altivo en la parte superior de sus labios menores, esperando, listo para ser devorado.

Posé la punta de mi lengua sobre su pequeño botón rosa y con movimientos cadenciosos me propuse ofrecerle todas las delicias que mi bien entrenada boca podía procurarle, me bebí con hambre los fluidos tibios que manaron de su vagina. Complacida escuchaba sus gemidos, percibía el ritmo vertiginoso de sus caderas, impaciente, eufórica. Disfrutaba la tensión de sus piernas sobre mis hombros, pude sentir los espasmos que anuncian la llegada del clímax y cuando estuvo plenamente satisfecha, le besé los muslos, el vientre, las caderas, la cintura, apreté sus senos, lamí su cuello, me embriagué de su perfume, saboreé sus labios, nos volvimos una, nos abrazamos, nos besamos, nos enrollamos una a la otra, rozamos los senos entre gestos de lujuria y cuando finalmente terminamos de explorarnos, invitamos a Ernesto a acompañarnos en la cama… Pero esa es otra historia.

¿CUÁNDO FUE LA PRIMERA VEZ QUE TE ACOSARON?

La primera vez que me acosaron tenía yo 4 años, recuerdo que tenía esa edad porque mi hermana no había nacido aún, pero yo ya sabía and...