POR EL PRIVILEGIO DE SER MUJER.


Cada vez que una mujer toma el coraje suficiente para expresar sus opiniones con cierta libertad, tiene que estar preparada emocionalmente para lo que viene, incluso si se expresa con propiedad y hace buen uso de las palabras. Por lo general, la reacción natural de quienes la escuchan o la leen es de censura inmediata; esta reprobación automática ha existido desde siempre, es una suerte de reflejo condicionado, una necesidad de condenar, minimizar y desacreditar las opiniones que vengan de una mente femenina; y por salud mental, una debe hacer de tripas corazón para enfrentar y tolerar lo que venga, porque es el precio que hay que pagar por el “privilegio” de ser mujer.

Muchas mujeres tienen pensamientos muy abiertos y acertados, cargados de sentido común, opiniones inteligentes, con gran valor crítico; pero no alzan la voz, viven bajo el temor constante de  decir lo que piensan, por miedo a ser censuradas, ultrajadas verbalmente, desacreditadas y transgredidas, porque siempre hay quienes laceran su dignidad con comentarios hirientes, ofensivos y cargados de prejuicios. A lo largo de la historia, toda mujer que ha desafiado los esquemas, ha sido víctima de todo tipo de vejámenes que van desde la proscripción social hasta el feminicidio. Para las mujeres, decir lo que pensamos ha sido siempre una lucha constante por negociar un derecho que no se considera inherente a nuestra condición.

Es lamentable que en pleno sigo 21, todavía existan paradigmas de género tan arraigados que impidan ver a la mujer como persona y se la limite a correr la suerte de un mero accesorio decorativo, un objeto de diversión y un elemento para someter y controlar. Ésta forma de desacreditación y minimización de lo femenino es asimilada incluso inconscientemente por aquellos que dicen no estar impregnados de este tipo de convencionalismos.

Existe hoy en día una especie de “machismo benevolente” o “neomachismo”, que se caracteriza por “permitir” a la mujer el ejercicio de ciertas libertades, pero no sin coartar otras, bajo el argumento de que hay conductas que “no son propias de una mujer”. Estas restricciones pretenden regular el lenguaje que utilizamos, la forma en la que vestimos, el número de parejas con las que debimos relacionarnos para ser consideradas “decentes”; el tono de voz e incluso el volumen de nuestra risa puede ser motivo de censura y desvaloración. Somos constantemente monitoreadas para encajar en ese perfil de “mujer buena” que todos esperan que seamos; pero nunca nos preguntan si estamos conformes con esos mandamientos o si eso es lo que deseamos, porque se espera de nosotras una asimilación a las reglas y sumisión completa a los estándares que se nos han impuesto.  

Ante ésta afirmación, nunca falta quien dice que existen mujeres que se aprovechan de su condición para exigir un trato especial y la concesión de ciertos privilegios. Éste no es un argumento poco común, incluso hay campañas publicitarias que están orientadas a viralizar estas concepciones erradas sobre la feminidad, mismas que contribuyen a minar el subconsciente del consumidor con una serie de estereotipos para que el inconsciente colectivo dé por cierto aquello que no es más que una falsa y vana reproducción de la imagen de la mujer.

Una de las formas menos visibles de vulneración de la imagen de la mujer es la “cosificación”, que  consiste en una serie de conductas socialmente aceptables que le permiten al hombre ver a la mujer como un objeto de consumo, que en términos llanos quiere decir que se interpreta que la mujer es algo que puede ser susceptible de comprar. Como contrapunto a éste fenómeno, están los que siempre preguntan: ¿Y qué sucede cuando una mujer se cosificas a sí misma, cuando está a la espera de que llegue ese príncipe azul en corcel blanco a resolverle la vida, cuando está acostumbrada a pedir sin hacer, a aprovecharse y tomar ventaja su condición de mujer para demandar, cuando se pone un precio y se convierte a sí misma en una mercancía?; pero, ¿Por qué nadie se hace esos cuestionamientos, cuando siendo unas niñas nos alimentan el subconsciente con cuentos de princesas desvalidas e inútiles cuyo único propósito en la vida es el de esperar a que llegue un hombre adinerado a salvarnos para que podamos ser felices por siempre?.

Se nos impregna con la idea de que debemos ser dependientes porque estando solas nunca nos sentiremos completas ni seremos capaces de lograr nada en la vida, en lugar de trabajar sobre nuestra autoestima y enseñarnos a gestionar nuestras emociones para conquistar metas por nosotras mismas. Se nos condiciona incluso para ver el maltrato y el posterior perdón como una muestra de amor y compromiso y así aprendemos a confundir el amor con sufrimiento y violencia psicológica, con sumisión, y como consecuencia, nos quedamos y aguantamos, porque hemos entendido que eso es el amor. Nadie nos dice que está bien enamorarse, pero sin esa necesidad de dependencia, sin dejar que el otro nos gobierne o decida por nosotras.

De una mujer se espera que siempre quiera casarse, y que todas las decisiones que tome en la vida sean en procura de encontrar esa pareja perfecta para complementarse, porque se nos ha dicho que somos seres incompletos, en lugar de enseñarnos que para ser plenas no nos hace falta otro y  que no somos complemento de nadie, ni la mitad de un todo.

En las sociedades patriarcales a hombres y mujeres se nos deja ver desde muy temprano, que no encontrar pareja es sinónimo de fracaso personal, cuando hacer vida al lado de otra persona debería ser algo opcional y no un requisito forzoso. El matrimonio tendría que ser ilustrado como sinónimo de respeto, libertad, igualdad, confianza y compañerismo, no como un elemento que determine nuestro éxito o fracaso; y no se trata de suprimir el amor, se trata de no mitificarlo elevándolo a la categoría de Santo Grial.

Como mujeres, se nos exigen cuotas importantes de renuncia en términos de tiempo, para prestarle atención a la pareja, tenemos que dejar de ser tan dedicadas en nuestro trabajo para poder cumplir con las labores del hogar, entonces nos cuestionamos si el amor es un riesgo, se activan nuestros mecanismos de defensa y llegamos a temer comprometernos emocionalmente para no perder esa independencia que tanto trabajo nos ha costado. De un hombre se espera que llegue tarde del trabajo y no se le reprocha, pero cuando una mujer llega tarde, seguramente encontrará un marido molesto y hambriento, porque desde la mentalidad moldeada a punta de tradicionalismos, no se logra entender que amor no es sumisión y que la vida en pareja debe estar determinada por una igualdad de condiciones en donde ambos tengan responsabilidades compartidas en el hogar, desde lo económico hasta las tareas domésticas.

Nos modernizamos, nos preparamos académicamente, adquirimos pensamiento crítico, pero en el amor seguimos siendo idealistas, seguimos queriendo amar y que nos amen bajo principios idílicos mitificados y en ese orden de ideas, no buscamos compañeros para formar una pareja, buscamos a alguien que nos salve, para regresar a vivir en dependencia emocional. 

Se nos dice que debemos ser exitosas, pero cuando alcanzamos nuestras metas, se cuestiona la forma en que llegamos a alcanzarlas y se infiere que tuvimos que tomar algún atajo o valernos de nuestra sexualidad para conseguirlo, muy rara vez se nos da el crédito por nuestros triunfos personales ya sea en lo académico o en lo laboral, porque se tiene la concepción de que la mujer no es capaz de alcanzar el éxito sin la ayuda de un hombre que la impulse.

Los medios de comunicación, las revistas, los comerciales, la industria del cine, están constantemente bombardeándonos con publicidad que nos orienta a cumplir con ciertos estándares de belleza y ser atractivas para gustar. Nos fuerzan a ser delgadas, a maquillarnos y vestirnos sexys; y Dios nos libre de tener sobrepeso o un poco de celulitis porque entonces somos tachadas de descuidadas y feas; pero por otro lado, si somos atractivas, se nos dice que estamos tratando de llamar la atención y de tomar ventaja de nuestra sexualidad, exhibiéndonos y degradándonos, “faltándonos al respeto”, aunque en un principio se nos dijera que debíamos empeñarnos en ser bonitas.

Se nos dice que debemos “darnos a respetar” y actuar con propiedad y decoro, porque eso es lo que se espera de nosotras. Se nos enseña a tomar precauciones para no ser violadas, en lugar de enseñar a los hombres a no violar, a respetarnos y a guardar la distancia, sin importar el tamaño de nuestra ropa, el lugar dónde nos encontremos o el grado de alcohol que hayamos ingerido. En consecuencia, nos trasladan a nosotras toda la responsabilidad de salvaguardar nuestra integridad física y psíquica.

Cuando somos víctimas de alguna agresión de naturaleza sexual, se nos revictimiza cuestionándonos sobre los comportamientos que pudimos haber o no exhibido que pudieran en alguna medida “incitar” al agresor, como si éste último fuera la víctima dentro de esta ecuación, automáticamente nos convierten en las culpables porque la lógica machista prescribe que la mujer provoca y el hombre cede ante la provocación, como si éste fuera un autómata sin voluntad, guiado por sus instintos,  incapaz de controlarse a sí mismo. ¿Y es que un hombre no sabe distinguir entre un acto consensual y una agresión?, por supuesto que sí, pero decide ignorar su lado racional y agredir de todos modos.

Todas estas preconcepciones emulan al relato de la caja de Pandora, donde la malignidad proviene siempre de la figura femenina como una justificación para todos los males del mundo. En lugar de seguir estigmatizándonos y culpándonos por las conductas represivas de los hombres, reforcemos la idea de que los hombres deben respetarnos porque somos personas, por radical que esto les parezca, exigiendo seguridad en los espacios públicos, acabando con la dictadura de la belleza, dejando de censurarnos por expresarnos, erradicando así todas las manifestaciones de violencia de género, pues en palabras de Maya Angelou: “Cada vez que una mujer se levanta para sí misma, sin saberlo posiblemente, sin clamarlo, se levanta por todas las mujeres”. 

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