FIESTAS PATRONALES Y ENCUENTROS CASUALES (Una historia de terror a la salvadoreña).


Esta es una historia real, le sucedió a un amigo y compañero de Universidad a quien llamaremos Carlos, por razones de confidencialidad. Carlos es originario de Lolotique, municipio de San Miguel y como todo buen Lolotiquense, le encanta ir de vacaciones a su pueblo, sobre todo en época de fiestas patronales.

Corría el mes de febrero y en Lolotique se respiraba ese típico olor a fiesta: risas, alegría, algodones de azúcar, dulces artesanales y conocidos que te saludan por la calle como viejos amigos. Cuando sos de pueblo, las fiestas patronales son un acontecimiento importante, se trata de salir con los amigos, vestir tus mejores “mudadas”, trasnochar y divertirte.

Para Carlos, estas fiestas eran especiales, porque había una cipota en el pueblo a la que llevaba varios meses taloniando. Cada fin de semana, cuando llegaba del receso de la U, se aseguraba de llevarle algún chocolate o un regalo especial de acuerdo a su presupuesto de estudiante, para mantenerla siempre a la expectativa. Ese día, habían quedado de bailar toda la noche en la fiesta y Carlos pensó que esa iba a ser la oportunidad perfecta para caerle con patada al pecho.

Carlos se bañó con esmero de cirujano, rasuró los dos pelos que tenía en el mentón, se puso su mejor jeans, una camisa formal y unos tenis que le habían costado treinta dólares más una hambriada de dos semanas, porque se gastó lo de los almuerzos para poder darse el lujo. Así, todo catrín, bañado y perfumado, salió de su casa rumbo a la fiesta para encontrarse con la cipota que le robaba el sueño.

Cuando finalmente llegó al parque, ya la orquesta había empezado a tocar la primera tanda, estaba muy concurrido, entonces empezó a abrirse paso entre la gente que bailaba y los mirones, en busca de su bicha. Después de dar tres vueltas sin encontrar a la cipota, supuso que aún no había llegado a la fiesta, por lo que se acercó a unos amigos para tomarse un par de cervezas y hacer tiempo mientras esperaba.

Llegadas las diez de la noche y después de hacer una inspección escrupulosa entre la concurrencia, Carlos llegó a la conclusión de que lo habían dejado bajado. Decepcionado y ardido, se dispuso a emborracharse hasta la inconciencia para aplacar la pena, sabía que con la presencia de los amigos, esa no iba a ser una labor difícil; y así fue, tomó cerveza tras cerveza hasta ponerse bolo, pero no lo suficiente como para no notar a la voluptuosa morena que estaba sentada sola a dos mesas de la suya. Cruzaron un par de miradas, hasta que Carlos se armó de valor y caminó hasta la mesa de la morena misteriosa.

La saludó con educación y le preguntó si podía sentarse, ella accedió de buen modo. Carmen se llamaba, llevaba puesto un vestido rojo ceñido al cuerpo y zapatos negros de tacón alto, era de plática fácil y buen ánimo. Conversaron por largo rato y pronto la plática derivó en asuntos más mundanos. El Carlos que no era ningún lento, respondió a las insinuaciones sin ninguna pena y más rápido que pronto le sugirió que dejaran la fiesta para ir a un lugar más tranquilo a “platicar”.

Se escabulleron con discreción hasta dejar atrás el parque y la multitud, Carlos ya se sentía bastante bolo y le preocupaba que llegado el momento no pudiera cumplir con la tarea de satisfacer a la dama misteriosa, pero le hizo huevos y siguió caminando. Para su sorpresa, ella tomó la iniciativa y lo llevaba de la mano, guiándolo entre las calles empedradas y conduciéndolo por esquinas lóbregas y desoladas.

Finalmente ella se detuvo en un rincón oscuro que Carlos no pudo reconocer, y sin mediar palabra, de un empujón lo aventó de espaldas al piso y acto seguido se dispuso a bajarle el pantalón. Mientras ella hacía de lo suyo el tal Carlos pensaba en que no le había dolido el talegazo de la caída, creyó que a lo mejor estaban en un engramado; pero eso dejó de preocuparle segundos después, cuando se vio distraído por las nalgas de aquella mujer, que según él recuerda, eran monumentales.

El encuentro duró un tiempo que Carlos nunca ha sabido determinar, lo que sí recuerda es haberse quedado dormido en aquel presunto colchón natural hasta que los primeros rayos del sol y el canto de los gallos lo despertaron. Cuando abrió los ojos y recuperó la conciencia, sintió un olor nauseabundo; a como pudo, entre el dolor de cabeza y la resaca, se incorporó, sólo para corroborar con espanto, que había dormido toda la noche sobre un chucho muerto y en estado de descomposición. De inmediato se quitó la camisa, le sacudió los gusanos y corrió hasta su casa, para poder bañarse antes de que todos despertaran y le sintieran el patín a muerto.  

Al día siguiente, Carlos se regresó a la Universidad, pero se quedó pensando en la identidad de aquella morena que se lo había cogido encima del chucho muerto, sobre todo cuando empezó a sentir una extraña pero preocupante comezón a la altura del glande, no tardó en darse cuenta de que algo andaba mal con su pirulín, cuando confirmó que justo en la cabecita tenía unas raras manchitas rojas que pronto se convertirían en un infierno y le provocarían una comezón que no lo dejarían dormir por varios días.

Compungido y avergonzado, decidió mostrarle a su mamá aquel penoso hallazgo; pero su mamá que era una señora que conocía de esas “enfermedades de hombre”, no se alarmó y le hizo unas cataplasmas para que se las pusiera todas las noches en el pilín. Carlitos se quedó tranquilo, cipote tonto como era, pensó que eso sería todo, hasta aquella fatídica mañana, en la que se despertó para ir a orinar y al soltar el primer chorrito, sintió un ardor del mismo infierno y contempló con espanto que de su pene no salía un chorrito de pipí, salían cerca de quince chorritos de sangre dispersa que lo hacían parecer una regadera abierta. Lo demás ya es historia, cuentan que Carlos llamó entre gritos y llantos a su mamá para que llegara en su auxilio.

La enfermedad que padecía Carlos, es para nosotros un misterio, nunca quiere hablar al respecto, siempre que le preguntan evade el tema entre negativas y putiadas, todo lo que se sabe es gracias a los amigos hechos  mierda que lo pusieron en evidencia. Lo que sí es cierto es que tuvo que ponerse cuatro inyecciones de penicilina mensuales por un período de seis meses para poder deshacerse de aquella desgracia; y que jamás volvió a ponerse bolo para evitar caer en la tentación de escabullirse con otra morena misteriosa en medio de la noche. 

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

NO SE DICE: "ME LA COGÍ", SE DICE: "COGÍMOS"

¿CUÁNDO FUE LA PRIMERA VEZ QUE TE ACOSARON?

RELATO ERÓTICO #3: LILIANA.